Hoy, en Madrid, hace muy buen tiempo. Creo que en el resto de España también. La gente prepara sus vacaciones, los jóvenes se aventuran en los festivales al aire libre, la primavera nos envuelve, nos atraen las calles, el campo, las terrazas. Y yo hoy me jubilo. Nos desnudamos de ropas pesadas, dejamos que la brisa y el sol acaricien nuestras pieles que se tuestan, los días son más largos, las noches también, nos envuelve una primavera que, dicen, a nuestra sangre altera. Y yo hoy me jubilo. El olor a césped recién cortado, los paseos matutinos de un día de diario por el Retiro, el sonido del agua por un manantial, el fervor de las aves mansas, acompañando a todo un repertorio de sentimientos embriagadores de melancolía por una vida que dejo y de respeto por otra en la que me adentro, como cuando un reloj, definitivamente, marca las doce. Porque hoy, señores, señoras, yo me jubilo.
Un autobús de destino desconocido me anima a subirme en él. Por la ventanilla, observo el alborozo de las gentes acaloradas, apresuradas, consigo distinguirlos de quienes son jubilados, y yo apenas me encuadro en ninguno de los grupos, porque no sé lo que me espera, todo es incierto. El tiempo libre es deseado e insidioso al mismo tiempo, me desconcierta, no estoy preparado, y eso que hoy, señores, señoras, hoy me jubilo.
Y marcho por las calles con la parsimonia del buen observador, encontrando rincones en los que antes no me había fijado, apenas reconociéndome, extraño como me veo, porque hoy soy un jubilado.
No tengo nietos a los que contarles mis batallas ni mujer que me acaricie, pero comienza otro reloj en mi vida, un reloj cuyas agujas van en sentido contrario hasta una hora desconocida y determinante, y cuyo segundero tiene ahora más valor, uno que nunca le di, haciéndome constantemente preguntas sobre una muerte que no me ofrece respuestas. Mi salud es encomiable, mis facultades y voluntad para el trabajo veteranas y enérgicas, pero hoy, por mi edad, yo me jubilo.
Deseo no sufrir y sacar partido de este momento del que tanto hablan quienes son mucho más jóvenes, creyendo llegar al paraíso con él. El autobús me deja en un paraje desconocido, me dirijo por un camino pedregoso, me siento en un banco solitario. El atardecer resplandece anaranjado y una sensación de descarga me sobrecoge, la levedad me transporta por unos pensamientos etéreos y lívidos, y nada me ata ya, señores, señoras, a nadie debo dar explicaciones, a nadie me debo. La idea me llega lúcida, mi deseo es jubilarme con todas las consecuencias. Me imagino volviendo a casa, a una misma vida, aun sin trabajo. Hoy he decidido que no volveré a ella, que no volveré a casa, que me quedo a ver la vida pasar, en este banco solitario. Y en lo liviano me dejo arrastrar, sobre una balsa de gratos recuerdos, mi piel se me eriza. No me importa ya que el reloj marque la hora definitiva. Hasta el momento, la vida me lo ha dado todo.