Gustavo se había encerrado en un laberinto más de la vida. Atravesaba pasillos de paredes acristaladas que todavía le permitían ver lo que le rodeaba por fuera. Tomaba una y otra dirección sin ser consciente de por qué lo hacía. Comprendía que aquella parcela de su vida se caracterizaba por la comodidad y la rutina, y todavía podía ver que, fuera de aquel laberinto, la vida transcurría alegremente y con sobresaltos. Se consideró atascado. Deambuló unos días más por aquellos caminos tristes que no conducían a ninguna parte, consciente de que no se veía en ningún lugar concreto de cuantos se mostraban tras el cristal. Era como visionar una película en la que no había papel para él. Las paredes de aquel recinto se enmohecían y se oscurecían; escondían y mimetizaban lo que se encontraba detrás; el laberinto se convertía en una ilusión y sus calles se iluminaban esforzándose en ofrecerse como una sugerente elección. La noche invadía el exterior y la luz penetraba en el interior de aquel sinsentido, como el mendrugo de pan que le ofrecen al reo para hacer llevadera su estancia en la celda, quien se esfuerza por resignarse a la dureza de la condena.
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Entonces, se dio cuenta de que el laberinto poseía una connotación carcelaria y decidió limpiar los cristales mugrientos. Se imaginó fuera de aquellos muros, pasando frío, teniendo sueño, sintiéndose solo. Pensó que encontraría una manta para atraer el calor, un camastro para dar rienda a sus sueños y una pizca de humanidad que se convirtiera en su más fiel compañera. Decidió romper el cristal y abandonarse a la soledad. Su caminar, ahora, era más seguro. Y el recinto abandonado, desde fuera, se mostraba como un laberinto limitado, estrecho, circunscrito. La libertad le cogía de la mano y le llevaba a dar una vuelta. Ya no se sentía solo. Comprendía que, sin duda, había acertado.