Aquella mañana, el fuerte calor dio la bienvenida a quienes madrugaron. En la calle, los padres de familia encajaban como podían sus equipajes en los incómodos maleteros de sus coches. Los hijos, acelerados, correteaban en una explosión de júbilo, y obedecían cuando el padre, sudoroso, asomaba la cabeza y decía que "ya está", después de un poderoso grito de la madre. Transeúntes con su maleta a cuestas iban en una y otra dirección; me preguntaba si iban o venían, conforme pasaba junto a ellos. El mendigo que está siempre a la entrada de la iglesia, reclamando unas monedas ante la indiferencia de los que llegan a la ciudad con aires vacacionales. Me cuesta entender por qué nos visitan tantos turistas, atraídos por tanto urbanismo. Huele a verano.
Camino en dirección a mi casa. Mañana no tengo que volver al call center. Llevaba tiempo deseando no tener que hacerlo y, al fin, comenzaban mis vacaciones, las primeras de mi vida que no había programado en absoluto. Sobre mis amigos; unos disponen de mucho tiempo y poco dinero y otros no disponen ni de una cosa ni de otra. Sobre la pareja, hace ya un año de lo de Carla y no he vuelto a conocer a nadie realmente interesante. La soledad, a veces se hace tan dura como necesaria. Aunque lo que ahora me preocupa es dónde enfocar mi escapada, la que tanto anhelo. Quizás, a la montaña. No lo sé. Mi gata continúa mala. Se llama Reina. Tengo que suministrarla dos pastillas diarias, una por la mañana y otra por la noche, cuando le aplico, además, un jeringuillazo de antibiótico. Tiene un cáncer horrible. Sé que morirá pronto, pero la quiero como el botánico a la última planta del planeta. Quiero verde, montaña y aire fresco. Lo tengo claro; me voy a Pirineos.
Transporto a Reina en una cajita como el que transporta a una planta, silenciosa. Sentado en el autobús, abro la cremallera de la funda y dejo que me invada la candidez de su mirada. Escribo unas notas durante el trayecto. Deseo tener estos momentos de soledad que me lleven a continuar con mi novela, abandonada. No tengo claro cómo resolver la situación del protagonista. Por eso, me quedo dormido. Hemos llegado a Huesca durmiendo. Estamos frescos para coger el siguiente autobús.
Cuando llegamos a Sallent de Gállego, huele a verde. Acampo mi tienda del Decathlon en dos segundos, como ellos mismos lo anuncian. Lo hago calculando la sombra de un gran árbol que se yergue en solitario junto a un lago enorme. Me fumo un cigarro comprobando que todo está bien y me llevo, después, a Reina a dar un paseo. Nos introducimos por una vereda entre abetos y alucino con los olores del campo; huele a una humedad dulce. Las chicharras entran en éxtasis alentadas por la catarsis grupal, y el sonido y las imágenes que me invaden me atrapan y me hacen minúsculo. Me siento tan lejos de la urbe, que me veo totalmente en otra dimensión. El cielo empieza a oscurecer y las estrellas a dejarse ver en el firmamento. Alcanzo un intervalo de meditación.
Después de un rato andando, con Reina adormilada en mis brazos, observo una especie de neblina a unos treinta metros por delante. Es una neblina baja, como de un metro de altura. Por encima, no hay nada. ¡Qué raro!, pienso. Me acerco a ella, a la vez que parece acercarse a mí. Cuando voy a traspasarla… ¡horror!, me cuesta describirlo. Una cortina de agua se abalanza sobre nosotros como si nos tiraran arena con ímpetu, o como si estuvieran vaciando el Atlántico por una compuerta que tuviéramos encima. Reina está asustadísima. En su vida ha visto nada igual, aunque yo tampoco. El agua me ha calado toda la ropa en unos segundos. No iba preparado para nada semejante. El agua no cae en gotas, sino jarreada. Es exagerada la cantidad del líquido elemento y nos queda un trecho de retorno a la tienda. No queda otra. Correr y correr, casi nadar.
Por fin, llegamos a nuestro refugio, continúa lloviendo con la misma fuerza. Toda mi ropa está calada por entero. Me quedo desnudo con la gata en la tienda mientras me dispongo a enchufarle la inyección. He traído un bocadillo de tortilla desde Huesca que me apaña la cena. Llueve tanto que es imposible salir fuera. Al menos, nos sentimos resguardados.
Un relámpago nos despierta súbitamente. Reina me mira con los ojos muy abiertos y asustados. Otro relámpago, esta vez más fuerte. El agua golpea la tienda con vehemencia. El tercer relámpago lo siento en el mismo suelo, traspasa con sus ondas el vasto valle y llega a mis sentidos, de manera que los congela del miedo. Me acuerdo del árbol, del lago, junto a los que estamos acampados. Siento mucho pánico. Reina empieza a sollozar. La noto temblorosa. La lluvia no para y la tienda está completamente iluminada por el color blanco. La situación continúa durante horas. Es de noche y no podemos volver a conciliar el sueño.
A las once de la mañana, por fin, la lluvia cesa. Es sólo cuestión de unos minutos. El agua ha penetrado por entre el tejido de la tienda. Mi ropa ha sufrido las consecuencias y no hay nada que se haya salvado. Selecciono las prendas que mejor están y me visto. El cielo está muy encapotado, no parece que vaya a cambiar.
Después de darle la medicina a Reina, nos dirigimos al pueblo a desayunar. El río parece un bólido en competición, no se desborda por unos escasos centímetros. La fuerza del agua es arrasadora, puede con todo. Encuentro una terraza resguardada bajo un toldo y pido un café y una tostada. Cojo un periódico que hay por allí y, cuando lo abro, una chica extranjera, parece alemana, se acerca a Reina.
- ¡Uy!, hola bonita, ven, ven. Oye, ¿qué le pasa a esta gata?
- Tiene cáncer
-¡Pobre! Y está resfriada. Podíamos darle unas hierbas. Le van a sentar muy bien. Soy veterinaria, ¿sabes? Oye, ¿dónde estás alojado?
- En una tienda, junto al lago.
- Mira, pásate luego por aquel puente, en una hora, llevaré una infusión para el gato. Son unas hierbas que le relajarán y le ayudarán con los dolores.
- Vale. Muchas gracias. Allí estaré. Por cierto, ¿cómo te llamas? Yo, Ernesto.
- Angie... Encantada. ¡Hasta luego!
Al rato, estaba en el puente esperando a Angie. Abrumado por el poderío del agua y abrigado por un chubasquero enorme, mis pensamientos se diluían por la corriente incesante hacia un destino que, como el mar, aunase toda la energía que depositaba en el empeño de hacer por que sucediese algo en mi vida. Así concluía en que mi destino estaba en el mar que me había bautizado y no en las cloacas urbanísticas de una villa reseca que me adoptó tardíamente. Y me veía feliz disfrutando cómo el agua del río se esparcía y hacía un uso elegante de su estancia efímera, saboreando su salor salado. Distraído, Angie apareció.
Traía un biberón grande relleno de un líquido de color pardo.
- Vamos a dárselo. Ya verás que bien le sienta.
A Reina le gustaba la infusión. Se notaba por cómo se aferraba a la tetina.
- Parece que va a dejar de llover -dijo ella con una mirada sabia, dirigida al cielo .
- Ya era hora. A ver si podemos ir luego a Ordesa. Espero que no se nos haga tarde.
- Se tarda media hora en coche. ¿Cómo tienes pensado ir? Podemos ir en el mío, si quieres.
En el coche, me di cuenta de que Angie era muy interesante. Su madre biológica era prostituta y su padre, marinero, murió de sida. Fue adoptada por una pareja muy enamorada y muy humildes, de quienes se sintió siempre su hija. Nunca se enamoró, a pesar de todo el amor que vio siempre en ellos. Hablamos de la infancia feliz que recordaba, salpicada por la tragedia que siempre hubo en su vida. Su padre adoptivo se quedó ciego cuando ella tenía siete años.
En Ordesa nos besamos. Y, por la noche, de nuevo en Sallent, me enamoré. Fueron tres días intensos. Ahora me vuelvo a la urbe, con ella. Viene a pasar unos días, quizás más tiempo. Reina se encuentra mejor. Sé que morirá pronto. Pero también sé que algo ha renacido en mi vida. Unos ojos que se mueren y otros que me traen la vida. Hemos hablado de emprender una aventura juntos, en Asturias. Y ya sé qué solución le voy a dar al protagonista de mi libro. Ahora, que mi gato no puede renunciar a su tristeza, aunque me mira ilusionado porque comprende mi estado, he decidido que el protagonista de mi novela se enamore, y que se vaya a vivir al mar. Será un final feliz. Mi vida y mi novela se entrecruzan como dos almas con los mismos propósitos. Angie mira por la ventanilla como si no fuera con ella.
Transporto a Reina en una cajita como el que transporta a una planta, silenciosa. Sentado en el autobús, abro la cremallera de la funda y dejo que me invada la candidez de su mirada. Escribo unas notas durante el trayecto. Deseo tener estos momentos de soledad que me lleven a continuar con mi novela, abandonada. No tengo claro cómo resolver la situación del protagonista. Por eso, me quedo dormido. Hemos llegado a Huesca durmiendo. Estamos frescos para coger el siguiente autobús.
Cuando llegamos a Sallent de Gállego, huele a verde. Acampo mi tienda del Decathlon en dos segundos, como ellos mismos lo anuncian. Lo hago calculando la sombra de un gran árbol que se yergue en solitario junto a un lago enorme. Me fumo un cigarro comprobando que todo está bien y me llevo, después, a Reina a dar un paseo. Nos introducimos por una vereda entre abetos y alucino con los olores del campo; huele a una humedad dulce. Las chicharras entran en éxtasis alentadas por la catarsis grupal, y el sonido y las imágenes que me invaden me atrapan y me hacen minúsculo. Me siento tan lejos de la urbe, que me veo totalmente en otra dimensión. El cielo empieza a oscurecer y las estrellas a dejarse ver en el firmamento. Alcanzo un intervalo de meditación.
Después de un rato andando, con Reina adormilada en mis brazos, observo una especie de neblina a unos treinta metros por delante. Es una neblina baja, como de un metro de altura. Por encima, no hay nada. ¡Qué raro!, pienso. Me acerco a ella, a la vez que parece acercarse a mí. Cuando voy a traspasarla… ¡horror!, me cuesta describirlo. Una cortina de agua se abalanza sobre nosotros como si nos tiraran arena con ímpetu, o como si estuvieran vaciando el Atlántico por una compuerta que tuviéramos encima. Reina está asustadísima. En su vida ha visto nada igual, aunque yo tampoco. El agua me ha calado toda la ropa en unos segundos. No iba preparado para nada semejante. El agua no cae en gotas, sino jarreada. Es exagerada la cantidad del líquido elemento y nos queda un trecho de retorno a la tienda. No queda otra. Correr y correr, casi nadar.
Por fin, llegamos a nuestro refugio, continúa lloviendo con la misma fuerza. Toda mi ropa está calada por entero. Me quedo desnudo con la gata en la tienda mientras me dispongo a enchufarle la inyección. He traído un bocadillo de tortilla desde Huesca que me apaña la cena. Llueve tanto que es imposible salir fuera. Al menos, nos sentimos resguardados.
Un relámpago nos despierta súbitamente. Reina me mira con los ojos muy abiertos y asustados. Otro relámpago, esta vez más fuerte. El agua golpea la tienda con vehemencia. El tercer relámpago lo siento en el mismo suelo, traspasa con sus ondas el vasto valle y llega a mis sentidos, de manera que los congela del miedo. Me acuerdo del árbol, del lago, junto a los que estamos acampados. Siento mucho pánico. Reina empieza a sollozar. La noto temblorosa. La lluvia no para y la tienda está completamente iluminada por el color blanco. La situación continúa durante horas. Es de noche y no podemos volver a conciliar el sueño.
A las once de la mañana, por fin, la lluvia cesa. Es sólo cuestión de unos minutos. El agua ha penetrado por entre el tejido de la tienda. Mi ropa ha sufrido las consecuencias y no hay nada que se haya salvado. Selecciono las prendas que mejor están y me visto. El cielo está muy encapotado, no parece que vaya a cambiar.
Después de darle la medicina a Reina, nos dirigimos al pueblo a desayunar. El río parece un bólido en competición, no se desborda por unos escasos centímetros. La fuerza del agua es arrasadora, puede con todo. Encuentro una terraza resguardada bajo un toldo y pido un café y una tostada. Cojo un periódico que hay por allí y, cuando lo abro, una chica extranjera, parece alemana, se acerca a Reina.
- ¡Uy!, hola bonita, ven, ven. Oye, ¿qué le pasa a esta gata?
- Tiene cáncer
-¡Pobre! Y está resfriada. Podíamos darle unas hierbas. Le van a sentar muy bien. Soy veterinaria, ¿sabes? Oye, ¿dónde estás alojado?
- En una tienda, junto al lago.
- Mira, pásate luego por aquel puente, en una hora, llevaré una infusión para el gato. Son unas hierbas que le relajarán y le ayudarán con los dolores.
- Vale. Muchas gracias. Allí estaré. Por cierto, ¿cómo te llamas? Yo, Ernesto.
- Angie... Encantada. ¡Hasta luego!
Al rato, estaba en el puente esperando a Angie. Abrumado por el poderío del agua y abrigado por un chubasquero enorme, mis pensamientos se diluían por la corriente incesante hacia un destino que, como el mar, aunase toda la energía que depositaba en el empeño de hacer por que sucediese algo en mi vida. Así concluía en que mi destino estaba en el mar que me había bautizado y no en las cloacas urbanísticas de una villa reseca que me adoptó tardíamente. Y me veía feliz disfrutando cómo el agua del río se esparcía y hacía un uso elegante de su estancia efímera, saboreando su salor salado. Distraído, Angie apareció.
Traía un biberón grande relleno de un líquido de color pardo.
- Vamos a dárselo. Ya verás que bien le sienta.
A Reina le gustaba la infusión. Se notaba por cómo se aferraba a la tetina.
- Parece que va a dejar de llover -dijo ella con una mirada sabia, dirigida al cielo .
- Ya era hora. A ver si podemos ir luego a Ordesa. Espero que no se nos haga tarde.
- Se tarda media hora en coche. ¿Cómo tienes pensado ir? Podemos ir en el mío, si quieres.
En el coche, me di cuenta de que Angie era muy interesante. Su madre biológica era prostituta y su padre, marinero, murió de sida. Fue adoptada por una pareja muy enamorada y muy humildes, de quienes se sintió siempre su hija. Nunca se enamoró, a pesar de todo el amor que vio siempre en ellos. Hablamos de la infancia feliz que recordaba, salpicada por la tragedia que siempre hubo en su vida. Su padre adoptivo se quedó ciego cuando ella tenía siete años.
En Ordesa nos besamos. Y, por la noche, de nuevo en Sallent, me enamoré. Fueron tres días intensos. Ahora me vuelvo a la urbe, con ella. Viene a pasar unos días, quizás más tiempo. Reina se encuentra mejor. Sé que morirá pronto. Pero también sé que algo ha renacido en mi vida. Unos ojos que se mueren y otros que me traen la vida. Hemos hablado de emprender una aventura juntos, en Asturias. Y ya sé qué solución le voy a dar al protagonista de mi libro. Ahora, que mi gato no puede renunciar a su tristeza, aunque me mira ilusionado porque comprende mi estado, he decidido que el protagonista de mi novela se enamore, y que se vaya a vivir al mar. Será un final feliz. Mi vida y mi novela se entrecruzan como dos almas con los mismos propósitos. Angie mira por la ventanilla como si no fuera con ella.