miércoles, 15 de octubre de 2008

RETROSPECTIVAS DE LA INDIA: CON MONI, UNA NIÑA ESPECIAL DE VARANASI

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Varanasi, 10 am, Daseshwameth Ghat. Acabamos de sentarnos en las escaleras más altas del ghat, contemplando un fascinante paisaje multicolor de saris morados, naranjas y fucsias que avivan nuestras miradas curiosas y a todo un enjambre de personas plácidamente dispuestas a la plena contemplación de la vida, limpiando otros su espíritu en las marrones aguas del Ganges o liberándose aquellos otros de toda bacteria en sus ropas que en estas aguas termina inmaculada y purificada a fuerza de milenios basados en la fe, mientras más gentes llegaban en coloridas barcazas, todo lo cual clamaba a nuestro instinto de querer capturar esos momentos mágicos con la cámara que tanta vida nos daba.















Charlábamos acerca del hechizo que había provocado en nosotros el encantador paseo en barca durante el amanecer del día anterior frente a las decenas de ghats que se nos habían aparecido como estrellas en la oscuridad, cuando todo lo que esta ciudad escondía era un misterio que queríamos descifrar por nuestra cuenta, gradualmente, para lanzarnos después a la "caza" de un compañero en la ciudad, como habíamos terminado por encontrar en las cinco ciudades que ya teníamos recorridas, para entonces preguntar y entender el sentido de las cosas, hacer convivir nuestros pensamientos y emociones con los suyos.










El día anterior habíamos disfrutado de la esencia de la ciudad, de la magia que esconden sus pacíficos ghats (con la única exepción del de Manikaranika, el ghat de los crematorios, del que en otro momento escribiría sobre el mal rollo que nos provocaron las gentes que lo auspiciaban, los poderosos mafiosos compinchados con la policía para meter en un lío a aquel turista ignorante al que se dirige "uno de ellos" para decirte que puedes disparar tu cámara con total libertad, para sacar de la partida todo un dineral, con la policía de testigo, aparte del que ya sacan todos los días y directamente de los creyentes hindúes, quienes confían en que una cremación en el Ganges proporciona la moshka, la liberación total en el ciclo de la vida y la muerte), la magia que expresan sus gentes, que acuden durante todo el día a las aguas puras (?), en cualquier caso sagradas, del río, y que dicen frases como "Cuando muramos, no tendremos nada", "tu mirada es limpia", "tómate la vida santi, santi (tranquila, tranquila)", "con esta pulsera llevarás tu karma para siempre contigo"... haciendo del Ganges la fuente de toda su calma espiritual, de su apacible tranquilidad emocional y de toda la fuerza magnética que en ellos desprende, quienes acusan de una envidiable falta de manías e histerias, obsesiones y depresiones que no se reflejan en sus miradas, sabedores de que la vida es lo más bonito de lo que disfrutan y lo único que realmente merece la pena disfrutar frente al resto de necesidades innecesarias que nos hemos autoimpuesto los de Occidente, a quienes se nos desmoronan nuestros sistemas de valores recordando lo prepotentes que hemos sido con ellos, quienes miran la vida con otros ojos, con otra cultura, y lo reflejan en sus ojos níveos, en sus sinceras sonrisas, en sus acercamientos fraternales con el alma, cuando te cogen de la mano como cuando una madre lo hace mientras te escucha, en sus voces dulces.











Nos faltaba echarnos un compañero en la ciudad, que nos adentrase por las intrincadas y laberínticas calles estrechas de la Vieja Ciudad entre las cuales se esconden los rincones más fascinantes de todo Varanasi y sus mejores tesoros, aunque todavía, ciertamente, no habíamos reparado en ello. Fue el momento de que se acercase a nosotros una niña de once años, llamada Moni y que hablaba el inglés de una forma sorprendentemente comprensible y hasta chapurreando mucho en español, lo cual nos llama rápidamente la atención (por lo inusual en los niños que habíamos conocido en el resto de la India, aunque Varanasi es diferente, muchos niños chapurrean nuestro idioma), poco después de haber pensado que era una niña como cualquier otra de todas las encantadoras que hay en el país.





Los niños en la India, para los turistas como nosotros que observamos que los niños en nuestros países son violentos, competitivos, egoístas, individualistas, faltos de autoridad y obcecados en pasar a la siguiente fase de su Play Station sobre sus aterciopeladas alfombras al calor de una cómoda casa que es el escudo ante el mundo hostil que supone la calle, nos asombramos ante la magia que despiertan en nosotros cuando les damos una piruleta (parecida a cuando a un niño de aquí le regalas una moto o algo así) o cuando te cogen cualquier cosa que lleves encima y se ponen a idear para jugar con ella, sin arreciar sus sonrisas tiernas ni sus cálidas miradas, su curiosidad, su falta de miedo a las gentes. Y habíamos conocido a muchos niños maravillosos en este viaje, pero si hoy quiero escribir sobre una niña en concreto, ésta es la que se nos acaba de presentar.








Muchos de los niños de la Ciudad Vieja de Varanasi llevan consigo una ristra de postales de la ciudad y de los dioses y diosas hindúes (preciosas) y una cajita de multicolores pinturas que utilizan con unos pequeños moldes de plástico con los que te inscriben en la mano una estrellita, un dibujito, o un simbolito, con todo el cariño con el que lo hacen. Y Moni me ofreció sus postales. Le dije que era fotógrafo, por salir del paso, que me sobraban las fotos, pero que eran muy pero que muy bonitas (que lo eran). Pero no pude decirle que no cuando empezó a inscribirme uno de sus dibujitos, añadiendo por su parte que algunos de los turistas le daban 200 y hasta 300 rupias por su trabajo. Entendí que era una niña despierta con el turista y no quise que me sucediese lo mismo que ya me había pasado con las bellas gitanas de Pushkar, que te tatuaban la mano de hena sin que te dieses cuenta y luego te pedían un precio exagerado, y le dije que no podía darle tanto dinero. Me contestó que le diese lo que quisiese, que lo hacía porque quería. Con todo su empeño estético, la estrella parecía formidable. Le di 10 rupias (16 céntimos de euro, el equivalente a 3 euros allí, pongamos por caso). Después, me regaló una postal, la más bonita a mi parecer y sin que le hubiese dicho yo nada, de motivos krishnas. La generosidad de la niña me deslumbró.


...Entonces se acercó un vendedor de chai (té con leche, la bebida más popular del país). Le dije a Moni que si le apetecía uno. El vendedor nos sirvió los chais y entonces la niña quiso pagarlos con las 10 rupias que le acababa de dar. Por supuesto el vendedor hizo caso al turista, pero ella quería invitarnos.




Se entendía su inglés perfectamente. Nos habló de su madre, de su padre, nos presentó a su hermano de nueve años, que andaba por allí con un amigo. Después de charlar un buen rato, entendí que debíamos ser generosos con ellos. Invitamos a los tres niños a comer en un restaurante al que ellos mismos nos llevaron. Les dijimos que pidiesen lo que quisiesen, con las cartas en las manos. Tímidamente ella preguntó:


- ¿Puede ser arroz?.


- Claro -le dijimos-. Pedir lo que queráis.


- Es que el chapati me cansa -me dijo ella-. Prefiero el arroz.


- Pues arroz -le dije-. ¿Con qué lo queréis?, ¿cómo lo queréis? -La niña parecía no entenderme.


- Arroz -reiteró, como si se disculpase con nosotros.


- Pues claro que sí, pero, bonita, pedirlo con algo, con masala, alu ghobi, con lo que queráis -La cara se le iluminó.


- Con un tomatito, o con una patatita -me dijo. Y la felicidad no se le escapaba de su gesto. En España un niño te hubiese pedido la doble whopper con queso y extra de pepino.

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Al final les pedimos unos thalis, que es un plato combinado de arroz y varios guisos que te presentan en un mismo plato. Y unas fantas. Y al final nos entró el hambre viéndoles y terminamos comiendo con ellos. Eran niños divertidos, nos enseñaban juegos mientras se olvidaban de sus platos, nos enseñaban palabras hindis, nos hacían dibujos en un papel, nos cogían las gafas de sol para hacerse unas fotos con ellas. Los cinco disfrutábamos como si a ninguno se nos hubiese olvidado la magia de nuestras infancias.




Después de comer, nos propusieron acompañarnos y guiarnos al Golden Temple, el templo que más oro aglutina de la ciudad (ante la mirada curiosa de las gentes pobres que admiran el poderío de la que es la casa de su fe) y al que no habíamos entrado todavía y ellos nos querían enseñar. Pero queríamos ver antes a un amigo que nos habíamos echado en uno de los ghats, en el de Pachanganga, al que se accede atravesando la enrevesadas crucijadas de calles de la Old City, cuando incluso llega a ser necesaria la ayuda para salir de allí. De camino, la niña se compró una pulsera en un puesto callejero. Se la probó y le quedaba grande. Le dijimos que volviese a descambiarla. Y me la regaló. Me dijo que con ella llevaría siempre mi karma. La niña volvió a enternecerme.



Encontramos a nuestro amigo Babú, encantador como siempre con nosotros, con su gesto de tímida ironía reflejado en su rostro de piel oscura, casi negra, junto a sus amiguetes de siempre, los del embarcadero que regenta desde hace años. Queríamos que nos llevase al mismo sitio del día anterior, donde el special lassi nos había parecido muy divertido. Los niños nos acompañaban. Más niños intentaban acompañarnos, pero nosotros ya teníamos compañeros y hasta el hermano y el amigo de Moni se enfrentaban a los otros para no perder la hegemonía que tenían sobre nosotros. Por Manikaranika pasábamos sin detenernos con nadie. A Babú, como siempre que queríamos que nos acompañase (nos parecía imposible quedarnos con el sinuoso camino y las referencias eran difusas), le invitábamos a un chai, y también a sus amigos, que aparecían por el camino. La recompensa era sensacional. La paisajística adquiría un color extra.




Cuando ni siquiera nos habíamos tomado el lassi y Babú se acababa de marchar, un hombre de unos cincuenta años, uno de los que se dedican a imponer el orden sin que les recompensen con sueldo alguno, un Torrente, vamos, se acercó a tomar un chai. Me gustó que Víctor se diese cuenta de lo mismo de lo que me acababa de percatar. El cincuentón verborreaba en hindi frente a sus amiguitos locales y las miradas que nos cruzaban lo decían todo. En cuanto que Víctor me insinuó, le dije que estaba pensando lo mismo.


- No sé lo que estará usted pensando -le dije al señor.

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Esperé a que contestase y no lo hizo. Entonces añadí:

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- Nosotros hablamos con la gente que tiene corazón, con los niños y con los mayores, con los que son buena gente. Lo mismo que hablaríamos con usted si fuese el caso.

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Se rió tímidamente. Y no añadió nada más.

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- No, pero no sé lo que estará usted pensando -le dije.

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- Ya, ya -dijo-. Vosotros... a vosotros os va, luego decís que si...

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- ¿Usted está alucinando, no?, ¿que insinúa usted?, eh!

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- Ja, ja.

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Y se marchó despidiéndose de los que le escuchaban. Nos dio muy mal rollo la situación. Pero no le dimos más importancia por el momento, un Torrente cualquiera, pensamos.



Hago un inciso. Me acaban de mandar un mensaje desde la India. Es de Manísh, el empresario peluquero y masajista de Kerala, el amigo de los del hotel de Pushkar. Me ha emocionado. Traduzco literalmente: "Amigos como tú sólo se encuentran entre un billón. Por eso, cuídate, porque si no lo haces estaré de mal humor buscando entre otro billón para encontrar un amigo como tú". Y al momento me envía un segundo sms, todavía más emocionante: "El sacrificio es más grande que el amor. El carácter es más grande que la belleza. La humanidad es más grande que la salud. Pero nada es más grande que las buenas relaciones. Por eso, cuídalas. Buenas noches". No tengo palabras. Me ha emocionado Manísh. Ya contaré sobre él.





Voy a continuar con lo que os contaba. Después del special lassi, visitas a los templos de la Old City. Hay miles en la ciudad, templos pequeños, de Siva, budistas, de Khrisna, nepalíes, privilegiados turistas como éramos que íbamos acompañados de los niños que lo conocían todo. En el templo nepalí, Víctor dice que encontró su karma. Qué bonito, Vítor, que digas eso. El templo nos dio el subidón, porque entramos tímidamente y la excitación del calor de su hoguera y de los cánticos de sus gentes, haciendo sonar sus vibrantes campanas y panderetas, que nos animaban lentamente a entrar en calor y a bailar con ellos, a cantar, a hacer nuestro ruido con las palmas de las manos, con los pies, sacando nuestro payaso más simpático, ante las dulces miradas de todas las ancianas correligionarias que en España dan mil vueltas de marcha a las gogós de quince, y no te digo a las ancianas correligionarias.




Después del templo nepalí, el subidón de Victor se convirtió en bajón. Y luego en subidón, luego otra vez en bajón y finalmente en subidón, porque perdió la cámara, creyó en que en aquellas calles oscuras se le habían abalanzado para abrirle la cremallera de la funda y no la encontraba dentro. Luego que el amigo de los hermanos, después de salir corriendo con su amigo para ver qué podían hacer, volvió con la cámara en la mano. Estaba en el suelo. El subidón lo manifestó Víctor con una buena propina al chaval. Pero luego la cámara no funcionaba. Y el bajón se extendió durante la noche, aunque sabíamos que las fotos estarían en la tarjeta y que sería cuestión de llevar la cámara a arreglar . El subidón fue al día siguiente, al despertarnos, cuando la cámara funcionaba.






La noche se había echado. Decenas de niños intentaban venirse con nosotros. Había niños por todos los lados. Ese día, con ellos, estábamos respirando de unos aires de inocencia, de bondad, de travesuras, de ternura y de fraternidad que nos revitalizaban, nos cargaban de una energía limpia, cero contaminada, viva y humana. Y uno de los niños que se acercó a mí despertó mi curiosidad, aunque no reparé en hacerle una foto.

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El niño parecía como si leyese un dictado en español diciendo frases super coherentes para su edad y su estatura, lo que despertó mi sentido del humor. El comportamiento del niño parecía ajeno al de los de su edad, y la gracia que me hacía era cada vez mayor. No había manera de continuar el camino sin que el niño no siguiese detrás ofreciéndote de todo y verborreando lo que bien había memorizado. Así que le dije, díselo a Victor. A Víctor le advertí, cuidado con éste, que se las sabe todas, mientras continuábamos acelerados por las estrechas calles. El niño sólo sabía decir en español frases memorizadas, no nos entendía en absoluto. Le dije a Víctor, cuidado, que éste te la quiere hacer. Víctor, que no había advertido de la presencia del niño entre tantos que marchaban con nosotros, se tronchó al instante, le dio una carajada continuada ante el pequeñín de gesto gracioso que no podía contener. Y entre risa y risa, le decía: ¿Tú me la quieres hacer?, Ja, ja. Vítor se partía de la risa. Yo también. Ja, ja. Era muy graciosa la situación, porque el niño también se mondaba de la risa. Hasta que la risa fue extenuándose con nuestros pensamientos. Me acordé del Torrente. Y de que mucha gente en Varanasi entiende español. ¿Qué entenderán con la frase que acaba de pronunciar Víctor, cualquiera que esté escuchándonos?. Y la noche se cerraba más y más. Media luna creciente. Y de allí no había manera de salir. Además, en la guía pone que Varanasi es peligroso por la noche. Que nos saquen de aquí, vamos a desperdirnos, pensamos. Vítor comprendió lo mismo que yo.




Moni, que en uno de los altos en el camino, cuando el sol todavía estaba encima de nuestras cabezas, nos había presentado a su padre, aunque en realidad no era su padre y que vivía con otras dos mujeres y padecía de una seria enfermedad, según nos contaba ella, pero que estaba como el que está en una tasca de Vallecas con los amigotes, nos quería presentar ahora a su madre. Y pensamos que era lo mejor que podíamos hacer, para subsanar los efectos de lo que pudieran estar pensando los vecinos de la ciudad.



Debajo de un puente, majestuosa, adornada de oro en sus pendientes y pulseras y vestida con un sari precioso aunque de color indefinido por la escasa luz que había, estaba la madre, imponente. Era guapísima. De fondo, la música en una ceremonia sagrada en torno al Ganges. Veíamos a lo lejos hombres vestidos con túnicas naranjas y blancas enarbolando antorchas encendidas al ritmo de la música celestial. Frente a ellos, una multitud, los más privilegiados atentos espectadores sobre las barcas amarradas. Nos acercamos a tomar unas fotos, después de haber contado a la madre cómo habíamos conocido a su hija, que hacía de intérprete, y a quien ella le reprochaba el que no le hubiese traído nada de la propina que le habíamos dado. Unas fotos de la ceremonia y Moni reaparecía con unos chais para nosotros. Resultó que Moni no se separaba de nosotros, y mientras tanto, la ceremonia concluía. La niña insistía en que nos fuésemos con ella a otro templo, pero nosotros pensamos que era muy tarde para andar con una niña. Y queríamos darla unas rupias. Pero no delante de tanta gente. Delante de su madre. Mejor, pensamos. Así que le dijimos a Moni que nos queríamos despedir de su madre, a la que le dimos un poco de dinero. El día concluiría con la hazaña de tomar una cerveza por la noche. Pero eso fue otro cantar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Colgaste más fotos...

Piñuki.............