Todos los días pasaba algo en aquella calle. Ésta era en sí una cuesta arriba y una cuesta abajo, que conectaba el Prado Longo con Marcelo Usera, principal arteria de un barrio donde los niños jugábamos todos los días sobre la acera o sobre el mismo asfalto, escasamente invadido por los ausentes coches. Pintábamos la rayuela sobre el mismo pavimento por el que nos extendíamos alegres y nos apretábamos una goma a los tobillos, para descubrir el sinfín de pecas que mostraban con pudor las piernas de la vecina, con quien luego, en el portal de su amiga, en el número 30, trasteábamos con su atuendo con intenciones de operarla en un quirófano. Luego todo se acababa y en el portal de Jaime organizábamos una boda de niños y niñas que era fruto de todo lo que, ya por entonces, nos deseábamos. Y así pasaba que siempre pasaba algo. Luego, pedíamos unas monedas a nuestras madres que nos las echaban por el balcón y tomábamos precauciones para que no se colaran por la alcantarilla, pues sólo las mastodónticas ratas que por las noches cruzaban la calle debían adentrarse por la puerta del subsuelo, una puerta tras de la cual nunca supimos qué había realmente, a pesar de los esfuerzos que hacíamos por clavar la pupila en alguno de sus agujeros opacos. Y con las perras, marchábamos a la tienda de chuches de la Mila, al final de la calle, donde mi hermano, una vez, intentó comprar mil petardos de peseta y el marido de la Mila lo devolvió a mi padre para que se explicara. Del niño nunca salió lo que verdaderamente ocurrió; quién sabe si, de tanto esconderlo, se le llegó a olvidar del todo y nunca se acordó realmente de dónde sacó aquel billete que, en sus manos, parecía una sábana verde. Y una tarde soleada, mientras devorábamos nubes, palulús y petazetas en el portal del número 27, ocurrió lo que nunca ocurría en el barrio.
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Lo recuerdo perfectamente: gritos ateridos desde la otra acera de la calle, cada vez más agudos, espanto, señales de socorro que afloraban a nuestros sentidos como girasoles llamados al alba, corremos hacia el número 40, esquivamos un coche que apenas nos ve, y encontramos entre los coches aparcados a un hombre de barba espesa tumbado en el suelo, junto a dos mujeres, tan parecidas en su nivel de histeria como diferentes en sus edades. Nosotros, como pasmarotes atónitos, que miran sin saber qué hacer, y mi madre asomándose por el balcón, yo sin hacerla caso. Lo comprendí todo. Le había llegado. La misma muerte, que nos hace a todos iguales. El oscuro instante del reloj que le había paralizado y que le hacía soltar una espuma espesa por la boca, como el último trago de la vida que le faltó por dar y que quedó como un esputo de soledad en los labios, ahora desparramándose por el cuello de la camisa hacia el suelo. La guadaña, atizando esquivamente en la vida de uno que pasaba distraído, de la forma menos imaginada, en una calle cualquiera de Usera, ante la mirada distante de unos niños que no le habían visto nunca antes, tumbándolo de súbito en la acera. Nos podía llegar a todos. A los niños también. No hubiéramos sido los primeros a quienes les pasase; a cualquier edad podía llegar. Ese hombre no era mayor, quizás como mi padre. La calle se convirtió en un infierno alterado por el reverberar de la ambulancia, que dejaba las farolas de mi calle de un color ámbar intermitente que recordaba a las películas. Por otra parte, había un silencio en los gestos de la gente, impotentes y conscientes de que ninguno escaparía de ese acontecimiento. En esa calle, sobre la acera opuesta a donde comíamos golosinas, nunca había pasado nada tan importante y, aunque desconocedor de lo que era un ataque epiléptico, en un día tan señalado, y equivocadamente, descubrí lo que era la muerte.
3 comentarios:
Y claro, esto también será ficción pero tienes una forma de contarlo que resulta super creíble. Oye ¿y para guionista de Eastwood? ;)
Pero esto sí que es de mi infancia, inseparable de mi niñez, esto sí, Cyllan, siento que no sepas cuándo, te dejo que me preguntes.... besos!!
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