CAPÍTULO II: LONDRES.
Aquel día la mesa de trabajo de Zabaleta tenía más papeles que de costumbre. Trabajaba en una nave en la que él, y un compañero suyo llamado Eutimio, daban la orden de paso a los camiones cargados de basura camino al vertedero de Valdemingómez. Una vez en el recinto, todos los camiones paraban ante un interfono con el que se comunicaban con los controladores de paso, como así les llamaban, quienes les contestaban con una clave alfanumérica de seis dígitos y entonces los camiones se dirigían a la nave indicada y al pasillo correspondiente. Zabaleta y Eutimio recibían en un panel de control digital la información acerca de la actividad de todos los depósitos. Una vez allí, toda la basura sería prensada en gigantes estructuras de deshecho para ser enterrada en colosales montañas de basura condensada, pero eso a ellos les traía sin cuidado, pues quedaba fuera de su competencia. Así que lo que más les importaba es que, desde todos los puestos de control, cada uno de los informadores fuese veraz en lo que informaba, pues algunas veces ocurría que los camioneros llamaban seriamente enfadados una vez que habían tenido que dar la vuelta y ser dirigidos a otro lugar. Los papeles que ese día horrorizaban la mirada de Zabaleta eran los de todos los días quince de mes: la elaboración de las nóminas de todos los camioneros a cargo de la empresa, que eran también quince, uno más que el mes anterior.
Por fin se decidió a tomar para sí el taco de papeles, cuando sonó el teléfono con doble señal de llamada, lo que significaba que era una llamada de fuera. Cuando cogió el auricular, Zabaleta escuchó:
- ¿Está Ramón?
- Soy yo –reflexionó un momento-. ¡Qué pasa..., primo!, ¿qué tal?
- Bien. Oye, escúchame. Te llamo desde una cabina porque me he dejado el teléfono en casa, bueno..., en Barcelona, y estoy en... la Plaza de Tirso de Molina, que me he venido a escuchar unas conferencias que son mañana en la Autónoma. ¿Tú dónde curras?
- Mira, Erny, escucha -era su primo Ernesto, el biólogo-. Salgo en una hora. Nos vemos a las siete y media en una cervecería que hay allí, en la misma plaza. Se llama Tirso de Molina, como la plaza.
- Eso está hecho. Allí nos vemos.
Y la línea se cortó. Zabaleta cogió ahora los papeles con soltura, con ganas. Miró a Eutimio, que sonreía con los pies encima de una mesilla mientras disfrutaba de su habitual cigarrillo de Winston a escondidas. Zabaleta saldría a las siete de allí disparado, sólo pensando que hasta el lunes estaría consagrado a la dificultosa tarea de querer hacer todo lo que a uno le lleva a sentirse una figura humanizada. Y a esa hora, que marcaba el reloj de Windows de su anticuado ordenador, Zabaleta salió disparado, sin detenerse, vistiéndose la chaqueta mientras se marchaba y despidiéndose de Eutimio en voz alta. El lunes volverían a estar codo con codo.
Zabaleta se montó en su viejo Opel Corsa azul marino, hacia el que tenía un cariño muy especial pues no era si no un baúl de anécdotas curiosas de todo orden que habían ido dando forma a la personalidad de su dueño y que hacían que él lo tratase con mucho mimo. Al son de una música carnavalesca, consiguió aparcar a la primera en la misma calle Embajadores, que tan bien conocía desde su infancia. Subiendo la cuesta en dirección a Cascorro, saludó a Josué, un amigo suyo, pero le dijo que iba con prisas, que ya vendría a verle. No lograba entender cómo no le había avisado su primo con más tiempo de que venía a Madrid. Cuando llegó al bar, allí le encontró, solitario como un legendario de un western, cerca del grifo de cerveza y apurando su último trago, mientras avisaba al camarero de querer otra cerveza más. Fumaba como un carretero. “Eyyy, cómo está mi viejo primo...”, entonaba su voz, y abrazaba a Zabaleta nada más verle. Era un auténtico reencuentro tras casi dos años sin contacto alguno, desde que Ernesto hubiese visitado a su familia de Madrid esas Navidades, después de tanto tiempo en que Ernesto ya no escapaba de su cómoda vida en Barcelona, abandonadas ya las innumerables hazañas del biólogo en sus múltiples viajes por todo el planeta. Sin embargo, nada en él había cambiado. Seguía siendo el mismo soñador de antaño y no había dejado de disfrutar con las pequeñeces, lo que seguía aportándole esa grata apariencia de disfrutar con todo lo que hacía. Aunque ya no fuese más que una pieza engranada en un laboratorio mecanizado y se hubiese casado con Ángeles, y quisiese ser papá y nada más pareciese preocuparle, Zabaleta pensaba que su primo era el mismo de siempre, que no se dejaba consumir, que al menos resistía los envites y los embates de la vida, pero sí es cierto que a veces le creía cerrando los ojos y dejándose llevar, como sonriendo a todo lo que se encontrase, como si hubiese olvidado el concepto de la expectativa, como si ya nada le importase. Y ese día bebía como cuando más bebía. Al día siguiente tendría que acudir a un simposio sobre biocultivos in vitro, pero sería por la tarde y no sería más que para engrosar su currículum, decía, así que ese día tocaba festejo con su primo favorito, como si fuese lo último que le quedara por celebrar.
- Tomaremos la penúltima, que hoy tenemos cena. Estamos invitados –dijo Zabaleta-.
- ¡Dónde! -exclamó Ernesto-.
- He llamado a mi amiga Dulce mientras conducía diciéndole que tú también vendrías a la cena. Vendrá su amigo Julio.
- ¡Qué bien suena eso! Dulce es tu amiga la esotérica, ¿no?, y Julio su amigo gay, ¿verdad?
- Veo que todavía te quedan neuronas -dijo preocupado Zabaleta-. Quizás las pierdas más despacio que tu pelo.
- ¡Si, sí¡ -comentó Ernesto, entonando su voz-. Si yo te dijera que el pelo largo es lo único que me queda del recuerdo de mi época de estudiante, larga vida al rock... ¡Otras cervezas, por favor! -increpando al camarero-. ¡Por cierto!... ¿y Camila?, ¿has vuelto a hablar con ella?
Y continuaron charlando y bebiendo, siendo conscientes de que el llegar tarde a casa de Dulce iba a estar plenamente justificado. El deje de sus voces era algo más serio ahora. Ernesto escuchaba a su primo todo aquello de lo que se había enajenado, por haberse encerrado tanto en su limitada vida. Ya sólo sabía de Zabaleta lo que oía por boca de su madre, la Tía Rosita. Pero ahora, creía Ernesto estar viendo al primo que él conocía, a su primo de siempre, al que más se le sinceraba, a un primo que era todo meditación y raciocinio pero a quien el infortunio le acompañaba en todo momento, aunque fueran apaciguados sus efectos dañinos por el inmensurable optimismo intrínseco que le caracterizaba, el que tanto le socializaba, creando esos lazos permanentes con quien le escuchaba. Y Ernesto era todo oídos; permanecía atento a lo que su primo contaba, gozando con su reencuentro, mientras las jarras de cerveza se aminoraban plácidamente. Zabaleta, que charlaba acerca de las veces que había visto a Camila, o hablado con ella, continuó con su experiencia a la inglesa. Y Ernesto escuchaba más atento aún, si cabía. No podía decirse que Zabaleta hubiese olvidado cada detalle de lo que supuso su experiencia en Londres. Ni de la casa en la que vivió, ni de las gentes que conoció, ni de su experiencia nefasta, ni de lo con ello aprendió. De nada se olvidaba. La estancia de Zabaleta en Inglaterra había escapado al conocimiento de su primo y éste ya no preguntaba. Zabaleta era conciso con lo que contaba y todo le cuadraba a su primo, quien entonces sólo le escuchaba. Las jarras estaban vacías, pero ninguno de ellos caía en la cuenta. El recuerdo de su viaje a Londres permanecía grabado en su memoria de una forma fiel y sugerente.
Después de haberse sentido iluminado por ese inolvidable primer beso con Camila, llegaría el momento de la despedida en Plymouth. Zabaleta y Camila acordaron que ella le llamaría o le escribiría, en cuanto pudiera, a un número de teléfono o a una dirección de Londres, que Zabaleta le apuntaba, donde podría localizarle. Ella y su amiga ralentizarían el paso al ritmo de las muletas de Alicia, pero acabarían siendo cómplices de la belleza de Penzance y de su entrañable puerto de mar. La despedida tenía un cariz optimista. Alicia ya no sentía dolor y empezaba a entenderse con las muletas. Zabaleta continuó viaje hasta Londres, en un tren que hacía muchas paradas y que se dirigía hacia una ciudad en la que nadie le esperaba en la estación. Pero llevaba apuntada una dirección, la de una casa compartida por varios jóvenes que venían de varias partes de la isla, los cuales pensaba él que eran británicos en su totalidad, lo que le ayudaría a perfeccionar el idioma, y sabía de ellos que eran unos conocidos de un antiguo compañero de la Facultad, Emilio, que había viajado allí durante el verano anterior y había convivido con ellos. Por una módica cantidad de libras, dispondría de una habitación en esa casa. Todavía disfrutaría de un plazo de una semana para echar la solicitud de matrícula y de un mes, a todas luces, sabático, hasta que empezasen las clases. Una generosa cantidad de dinero, que le había suministrado el tío Germán, colaboraría en el propósito.
La casa a la que se dirigía era una vieja vivienda unifamiliar en un precioso barrio a las afueras de la ciudad del entrañable Sherlock Holmes, llamado Greenwich, como el meridiano. Con cincuenta mil almas se extendía al sureste de la ciudad ese barrio que retrataba Zabaleta a golpe de foto desde la ventanilla de un taxi. El taxista le comentaba en el trayecto sobre alguna vieja leyenda del barrio, y reflexionaba ahora, pensativo, en la gustosa tarea de disfrutar con lo que visualizaba. Fue un trayecto ameno, el taxi se detuvo y el conductor le informó que habían llegado. Estaban justamente enfrente de la casa. Después de haber discutido suavemente con el taxista acerca del cambio, se encaminó hacia la puerta, una puerta enorme de color verde plomizo, desgastada por no haber sido mimada. Golpeó varias veces con la aldaba. Y entonces fue azotado por el efecto de no haber pegado ojo en el tren. Su facultad para entender el idioma se había visto mermada al encontrarse con el taxista, de golpe con la realidad, quizás porque no acostumbrara al particular acento propio de cada acervo perdido. Quizás estuviera más acostumbrado a un acento un tanto americanizado. Y ahora se abatía al comprobar que nadie le esperaba, que nadie respondía a su llamada, aunque unos chicos, con un particular andar, se acercaban por la misma acera, levantando la mano y haciéndole un gesto. Con un marcado acento británico, le llamaron por su nombre:
- ¡Ey!, ¿eres Zabaleta?
- Sí, hola, ¿Graham?
- ¡Bienvenido! –comentó el otro acompañante, con un tono hospitalario-
Se acercaron a él y le brindaron campechanamente la mano. Uno dijo llamarse Paul y el otro George. Ningún nombre le era familiar. Paul era un chico alto, rubio y muy delgado que llevaba una cazadora militar y que tenía un piercing que le sesgaba su prominente nariz. Mascaba chicle y no se le entendía muy bien, como si escupiese las palabras. George era algo mayor que Paul, probablemente treintañero, y tenía una complexión más vigorosa. Iba en manga corta, con una camiseta que mostraba un emblema satánico, como de algún grupo punk de la zona y lucía una larga y afilada perilla que se le movía al compás de las palabras cuando hablaba. Se mostraron cordiales con Zabaleta; le preguntaron por su viaje y le invitaron a traspasar la puerta que ahora se mostraba generosa. Atravesaron un pequeño hall y accedieron a un diáfano salón, por el que se escurría el sol oblicuamente. Paul le acompañó al que sería su cuarto. Se llegaba a él subiendo unas escaleras. Enfrente de su cuarto había otro con la puerta abierta; un cuarto de baño se mostraba en un lateral; y una puerta contigua al baño, cerrada, parecía dar a otra habitación. Dejó la mochila encima de la cama, entonces Paul se retiró y Zabaleta pensó en tumbarse, desentendiéndose de todo, aunque finalmente decidiera hacer acto de presencia y bajar al salón. Allí Paul y George estaban acompañados: un joven de aspecto algo defenestrado y de rasgos consumidos, que decía llamarse Pepe y ser sevillano, fumaba marihuana con ellos en un sílum frente a un televisor, que apenas se dejaba oír. Zabaleta rechazó la invitación a inhalar, pero Pepe insistió. Finalmente decidió aspirar el sílum en dos tiempos y un ligero malestar se apoderó de él, respirando hondamente hasta decidir sentarse en una butaca de piel que dejaba asomar entre sus grietas una espuma amarillenta y en la que hasta una pluma se hundiría. Sus compañeros se reían y Zabaleta creía oír las risotadas en un eco que le retumbaba. Esa sensación de no sentir nada, de encontrarse ausente, de no entender las miradas de sus compañeros, ese maligno estado en el que su propia mente intervenía juzgándolo todo y mostrándose impotente para comprender el entorno, esa alienígena sensación, que formaba ahora parte de sí mismo, le acompañaría constantemente, como una extensión de su sentir, durante varios días en los que se sucederían acontecimientos varios.
Cuando llegó la noche, se había quedado dormido profundamente en esa incómoda butaca. Nadie ni nada había podido interferir su sueño. Cuando se despertó, en torno a la inmovilidad nocturna de todo lo que le rodeaba, miró el reloj en un acto instintivo. Comprobó que eran las dos de la madrugada, las tres en Madrid, y entendió que no se oía ningún ruido en la casa. Se dio cuenta de que difícilmente conciliaría de nuevo su dulce estado si lo volvía a intentar. Decidió levantarse y dirigirse a la cocina en busca de leche o algo similar que apaciguase su voraz apetito, una especie de vacío etéreo que fluía por sus tripas. De alguna parte venía una voz ronca:
- ¿Cómo está el madrileño? – Era Pepe, que andaba despierto-
- Tengo hambre y he tenido alguna pesadilla –replicó Zabaleta, acercándose al sevillano-. ¿Cómo es que todavía estás despierto?
Y Zabaleta comprobó cómo Pepe tenía unas pupilas muy pequeñas y también cómo presentaba un aspecto un tanto siniestro, tumbado en una colchoneta que estaba apartada en un rincón del salón, rodeado de botellines de cerveza, con la mirada un tanto ida, diferente a cómo le había conocido. Una chica de pelo largo yacía también dormida, cerca de él, junto a una chimenea que expiraba tenuemente, con medio cuerpo arropado por una manta roja que dejaba enseñar su pierna izquierda. Había restos de noche frenética y, extrañamente, ningún jaleo había sobresaltado su sueño, como si no hubiese pasado nada allí. No acertaba a saber en qué momento le habría invadido el sueño, pero notaba que no había terminado de descansar, la cabeza le dolía y una música interna, sorda, le agitaba en el silencio. Tenía hambre. Pepe le dijo que podía coger lo que quisiera de la nevera y Zabaleta, extrañado por no saber quién era el sevillano para poder disponer con esa generosidad, tenía mucha hambre y no le importaba nada más. La cocina estaba hasta arriba de platos sucios y de cajas de pizza vacías, olía a basura. Un perro pareció pasarle por entre sus piernas.
- Se llama Yanga, es una perra…, una fiel amiga. –apuntó Pepe en voz baja desde el salón.
- ¡Yanga! –le exclamó Zabaleta, comprobando lo simpática que era la perra.
Yanga le seguía a todas partes. Salieron al salón. Él llevaba un vaso de leche que había calentado en el microondas y unas galletas que había encontrado en un armario. Pepe se reincorporó en la colchoneta. La chica permanecía dormida, roncando dulcemente.
- Tenías hambre, Zabaleta –afirmó Pepe-. Oye, pero, siéntate… ¿qué significa ese collar que llevas?
- Es el ojo que todo lo ve –Zabaleta se acomodaba en el rincón opuesto de la colchoneta-.
- ¡Ah!..., me suena eso. He oído algo... ¿Es el ojo de Dios?
- Yo no creo en Dios –dijo con rotundidad Zabaleta, mirando a Pepe con cara de loco.
- Pero crees en el ojo que todo lo ve, ¿de quién es ese ojo? –le preguntó el sevillano.
- Quizás no sea de nadie y sí de todos. Que todos podríamos mirar como mira ese ojo, y conseguir ver lo mismo, ¿no crees?
- ¿Es el ideal de mirada pues? –replicó Pepe, siguiéndole el rollo a Zabaleta-
- Puede ser –contestó el madrileño, dejando caer su mirada directamente al suelo.
- ¿Tú te fías de tus ojos?
- Me fío de uno más que de otro –contestó Zabaleta, riendo.
Y Pepe se arrimaba a la pared a fin de que su compatriota se acercara más. Comenzaba a liarse un cigarrillo mientras Zabaleta se arropaba una manta sobre las rodillas, hacía mucho frío. Pepe le confesó que era un viejo amigo de cuantos vivían en la casa. También le habló de Londres, que decía no disgustarle pero que decía también que deseaba con ímpetu volver a España, para instalarse en la costa de Lanzarote y gozar del buceo marino, que era de lo que más le llenaba en esta vida, según decía. Hubo un silencio y Zabaleta le preguntó por Graham, que era la única referencia que tenía de su amigo Emilio, el antiguo compañero de Universidad, el que le había puesto en contacto con ellos. Le dijo que en esa casa vivían Graham, Paul y George, y que temporalmente se añadirían ellos dos, puesto que no entraba dentro de sus planes abandonar tan rápido a sus amigos. “Ahora estaremos los cinco incombustibles”, aseveró. “No te preocupes por Graham, le conocerás mañana”, añadió. También comentó que hacía chapuzas en Londres y que con eso sobrevivía. En la casa disponía de un cuarto enfrente de la habitación del madrileño y hoy dormía en él Agatha, una amiga de Sophie, que era la chica que ahora roncaba con ímpetu bajo la manta roja. Zabaleta tenía una pequeña confusión sobre tantos nombres y personas de las que nada sabía –Emilio sólo le había hablado de Graham- y aun notaba como si su cabeza fuera más rápido de lo habitual, como si no fuese capaz de poder procesar tanta información, intentando relajarse con el vaso de leche con miel que le calentaba las manos y con la compañía de su interlocutor que, pese a no presentar un buen estado, se mostraba racional. Pero lo cierto es que a Zabaleta, Pepe no le otorgaba mucha confianza, llegando a ver en él una cierta mirada maliciosa. Continuarían charlando, pues tampoco había mucho quehacer a esas horas noctámbulas. La noche era cerrada y la luz de alguna farola de la calle se escurría por el suelo de parquet.
Días raros creía estar viviendo Zabaleta en esa ciudad que se esforzaba en ser bruscamente tosca con él. Se había matriculado ya en la Universidad, pero no había podido escapar de verse algo inquieto y con algún temor sobre el futuro que se le avecinaba, dado lo kafkiano de alguno de sus trámites. No había conseguido encontrar unas clases de inglés que le aliviaran en la carga de tanta burocracia y hubo de negociar en bancos y, hasta una vez, en el entorno del cuerpo diplomático, pues se despistó con la fecha de caducidad de su pasaporte y debió subsanarse el defecto desde la Embajada en Londres, con una amabilidad que, al menos, le tranquilizó. Los días eran húmedos y aciagos, y el sol apenas se mostraba. Deambulaba de una calle a otra, solucionando todos sus trámites, con la única compañía de un maletín de cuero marrón que había comprado en una acogedora tienda de Oxford Street.
Y una de esas mañanas, aderezada por una fina lluvia persistente, mientras desayunaba en un típico pub inglés que había a escasos metros de la casa -poco antes de querer marchar a una oficina de la administración londinense para solicitar unas ayudas sociales para estudiantes desempleados y europeos-, iba a tener un encuentro. En el local entraba Pepe, dando los buenos días a viva voz. Él se dio cuenta de la presencia del sevillano e intentó no ser divisado, no le agradaba del todo encontrarse con él, aunque sólo fuera por la razón de que juntos sólo hablaban en castellano, lo que contradecía el sentido de su viaje. Además, su acento andaluz empezaba a dejar de caerle bien, e incluso empezaba a desconfiar de él. Sin embargo, Pepe le localizó a la primera, se acercó a él y hasta le invitó a desayunar. Su aspecto había mejorado y se mostraba afable, ofreciéndose a acompañarle al papeleo de esa mañana ajetreada. Así marcharon hacia una oficina municipal, comentando anécdotas con las que se encontraban, hasta desembocar en una cola de inmigrantes que invitaba a una larga espera, mientras la gente, todos ellos jóvenes desempleados, avanzaban lentamente, entre un murmullo generalizado. Allí Pepe le iba a plantear lo siguiente:
- Escucha, Zaby -como sólo le llamaba Pepe, intentando ganarse su confianza-. He de comentarte una cosilla. Mira, verás, ando mal de pasta. Tengo que pagar a esta gente y… en fin, no puedo ahora. Estoy esperando un dinerillo de Bristol, de unos coleguillas con los que estamos haciendo un business, ¿sabes? Y… bueno, que eso, que el lunes lo tendría todo y… listos. A mí no me gusta deber, ¿sabes?
- ¿Y de cuánta pasta hablas?
- Lo del alquiler… 120 pounds.
- Bueno…- Zabaleta se metía las manos en los bolsillos-, no es que ande muy bien yo de pasta, pero… si es el lunes, vale, no tendré problemas. Te lo puedo dar luego, cuando lleguemos a casa.
- No sabes cómo te lo agradezco…, de veras que lo necesito, muchas gracias de verdad –le decía el sevillano ilusionado.
A la mañana siguiente, después de haberle prestado el dinero a Pepe y cuando hubo llegado a casa después de haber comprado unos sobres y sellos para escribir a su familia y amigos, subió a su cuarto a fin de coger un papel en el que tenía apuntadas varias direcciones de Madrid, cogió su mochila y la subió de un golpe a la cama. Le pareció ver que estaba algo revuelta, diferente a como él la había dejado, y buscó en ella su viejo neceser, en el que guardaba su dinero. Quedó exhausto cuando comprobó que faltaban unos cuantos billetes; allí había doscientas cuarenta libras, cuando debiera haber bastante más, según los cálculos que podía hacer ahora. ¿Cuánta pasta tenía? -se preguntaba Zabaleta- ¿Cuánta? ¡No puede ser! –se repetía-. Y se dirigía a las escaleras para localizar al sevillano, cuando cayó estrepitosamente por los escalones y chocó de bruces contra el pasamanos, golpeándose ligeramente la columna vertebral. No fue grave el golpe, pero allí quedó tendido, desolado, lamentándose, mientras Pepe se acercaba presto a auxiliarle.
- ¡Qué te ha pasado, hombre! Ay la leche… la que te has dado.
- Estoy bien –sentenciaba Zabaleta, pero con ganas de añadir algo.
- Anda, levántate, ¿no te duele nada?
- Estoy bien, digo, pero… ¡oye!, aquí hay que explicar algo ahora mismo. Me falta dinero de mi neceser, quiero una explicación ya, ¿entiendes? –Zabaleta le agarró del cuello de la camiseta, violentamente.
- Vale, vale –y Pepe se separó bruscamente, pareciendo acalorarse-. Te voy a dar una explicación. Mira…, a ver, pensaba decírtelo. He sido yo, pero… te lo voy a explicar todo, ¿vale? Escucha, Zaby, de verdad, escúchame, no pensaba hacerlo pero… he necesitado la pasta, joder. Me ha llegado una notificación tributaria y debía dinero, bastante dinero, por eso te cogí…
- ¿Cuánto me cogiste? –mientras agarraba con fuerza al andaluz por el cuello de la camiseta, ahora más enérgicamente.
- Creo que doscientas libras –ahora Pepe hablaba atemorizado, al menos ésa es la impresión que daba-. Me he hecho un lío. No sé si era más. Pero te juro que el lunes lo tienes.
Zabaleta le soltó mientras le empujaba y el andaluz cayó sentado con la camiseta rasgada. También le amenazó con partirle la cara si no conseguía el dinero ese mismo día y le dijo que recordase bien cuánto había cogido porque era más el dinero que faltaba. Se marchó no sin antes darle una suave patada, humillándole aun más.
Zabaleta no conseguía calcular cuánto dinero le podía haber quitado Pepe y quedaba confundido cuando intentaba plasmar en un papel -arrancado de su coqueta agenda de Muhnt- una auténtica lista de todo tipo de gastos que había realizado en la escasa semana que llevaba en Londres. Y se confundía más cuando no lograba concretar esos gastos, bien porque no recordaba todos, bien porque no conseguía cuantificarlos de forma exacta. Se asfixiaba en la labor y empezaba una y otra vez a formular la lista, confundiéndose cada vez más. Decidió darse un paseo para encontrar calma y salió de casa. Tomó la calle de bajada, dejándose llevar sin rumbo alguno, por la dirección que no acostumbraba a tomar, por el camino que no sabía bien adónde conducía. Tenía la intención de tardar algunas horas antes de volver a casa, quería tener la sensación de estar ajetreado, de tener algo que hacer. La gente deambulaba sin prisa aparente y él no acertaba a adivinar qué día podía ser de la semana, aunque quizás fuera sábado, pensó. El frío parecía ir y venir, como si los vientos del verano combatiesen sus últimos días contra las gélidas brisas del Norte auguradas anoche por el omnipresente hombre del tiempo, ese menudo hombre de traje oscuro que parecía estar en todos los telediarios. De una casa, extrañamente, rezumaba un olor a tortilla de patatas, que tantos recuerdos le traía. Un niño gritaba corriendo y persiguiendo a otro que pasaba en bicicleta, se dejaba llevar por un atractivo bulevar de olmos que dejaban caer sus hojas bajo una calma grata. Entonces observó a lo lejos como una pareja –parecían chinos o japoneses- gritaba; él con un periódico en lo alto, intentando ser avistado. Gritaban socorro, socorro, al ladrón. Y un joven corría, dándoles la espalda. El joven portaba un bolso rojo que arrojó a una papelera y, de pronto, se situó enfrente de Zabaleta, con tiempo para reconocerle. Pepe frunció el ceño, intentó decir algo y continuó corriendo.
Durante unos días, Zabaleta calló el suceso, como si no hubiese visto nada, mientras Pepe tampoco se dirigió a él para excusarse del suceso. Un día Zabaleta se lo encontró en la puerta de la casa, cuando intentaba entrar y Pepe salir. Lo único que le dijo es que no eran doscientas libras, sino probablemente más de cuatrocientas las que le faltaban de su neceser. Pepe le dijo que se calmase y se ofreció a invitarle a una cerveza, en un pub cercano. Se dirigieron a un pub de aspecto roquero que presumía de vender la cerveza más fría de la zona y allí el sevillano persistió en la idea de que no le había cogido tanto dinero. Zabaleta, mientras daba un generoso trago de la cerveza helada pensó que la mejor forma de convencer a ese ladrón, que ahora le ponía cara de pena, era hacerle ver cuánto dinero traía y cuánto le quedaba. Y empezó a hacer una lista de gastos en un papel de servilleta que se había servido él mismo. Empezaba a sumar todo tipo de gastos, ridículos o cuantiosos, que había tenido desde que llegó a Londres. Con algunos de ellos dudaba de su cuantía y emborronaba la lista para hacerla de nuevo y se alteraba comprobando que estaba haciendo el ridículo ante la presencia mordaz del sevillano, que parecía estar riéndose de la esquizofrenia transitoria del madrileño, obcecado en una tarea minuciosa que parecía imposible. Cada vez eran mayores las dificultades de Zabaleta para pensar con calma. La ansiedad se mostraba incisiva. Al terminar la segunda Guiness, concluyó que ya estaba bien de tanta tontería y manifestó que si era verdad que el sevillano le había robado, aunque no supiese exactamente la cantidad, tendría que devolverle lo que él creía que le había robado y que eso era así y que así tendría que ser. Que serían cuatrocientas, más las ciento veinte que le había prestado, quinientas veinte las libras que le tendría que dar el lunes, que era pasado mañana y que si ese día no tenía el dinero, le iba a denunciar sin preámbulo ni demora. Así que Pepe le dijo que si no era posible tenerlo antes, que le dejara el martes para conseguirlo en Bristol, y que le acompañase si quisiese, porque si iban juntos, ese mismo día lo tendría. Zabaleta le contestó diciendo que se olvidara de que le fuera a acompañar, pero que hiciera todo lo posible por tener el dinero el lunes, que ése era el trato.
Cuando hubieron terminado el pacto, Pepe salió del pub en una dirección y Zabaleta hizo lo propio en la opuesta. Entonces caminó con paso decidido hasta topar con una boca de metro, por la que decidió adentrarse, como si ese hecho pudiese significar escapar de todo lo que entonces le aturdía. Tomó el metro sin atender a la dirección a la que se dirigía y, sentado en el vagón, no hacía más que recurrir a la imagen de Pepe, que le golpeaba con fuerza y le irritaba, le exasperaba. Pensar en él estrangulaba su ánimo. Pensándolo mejor, incluso le odiaba. No soportaba pensar que un camarada de su país le había humillado de esa manera tan mezquina.
En la estación de Green Park, Zabaleta decidió apearse, sin rumbo alguno. Se encaminó por Oxford Street en dirección oeste y pateó por calles anexas de preciosos escaparates, disfrutó de entrañables plazas y parques y compró un diccionario de inglés y español en una vieja librería. Al salir de ella, se encontró al otro chico que vivía en la casa, con el que no había hablado tanto, paseando con una lata de cerveza en su mano. Era Graham, el único nombre que creía no haber olvidado. Y se ofrecía a invitarle a una cerveza en una taberna de estilo irlandés en la que le conocían y en la que se cocinaba una carne de buey con una receta de salsa de mora que le chiflaba. Zabaleta sabía que tanta cerveza no le estaba sentando bien, que la incoherencia le afectaba, pero prefirió no rechazar la invitación. En el pub charlaron de Emilio, de la jocosidad que despertaba su presencia, con su cara de intelectual avispado, de lo mal que hablaba inglés y de otras tantas cosas graciosas, pero Zabaleta no pudo dejar escapar la oportunidad de contarle lo de Pepe.
En la poca intimidación que había hecho con sus compañeros de piso, Zabaleta había podido comprobar cómo Graham era el que más confianza le brindaba y de los pocos en los que poder confiar. Tenía unos ojos que invitaban a sincerarse y una melodía dulce en su voz, además que Zabaleta comprobaba en él que sabía escuchar. Se sentía tranquilo con él. Entonces Graham le desveló algunos secretos de la casa. Lo primero que le reveló fue el hecho de que Pepe no aportaba ningún dinero por vivir en la casa, que sólo cubría algunos gastos generales, los que buenamente podía y que a menudo no lo hacía. Lo segundo, que probablemente Pepe estuviese pasando una etapa de abstinencia, pues era conocida su adicción a la heroína. Y lo tercero, que cierto era que solía cumplir con su palabra. Eso sí, aseguraba que le costaba creer esa actitud del sevillano y se comprometía a hablar con él. Todo encajaba para Zabaleta. Recordaba que por la noche había oído entrar a Pepe en su cuarto, recordaba ese momento. Zabaleta pudo escuchar al detalle cada instante de cómo Pepe realizaba los preparativos para hechizar su mente, un rito que Zabaleta pudo sentir escuchándolo, como si lo viera; una goma que coge, que rodea a su brazo, una jeringuilla, el jadeo posterior... Todo encajaba. Zabaleta confesó a George que últimamente no dormía bien y que probablemente Pepe le estuviese consumiendo. Pero la escena de la jeringuilla le seguía torturando, ahora con más fuerza. Graham y Zabaleta retornaron juntos a casa.
El frío se había apoderado de la ciudad y una ligera neblina pululaba por las calles. El fuego de la chimenea del salón concentraba la atenta mirada de Zabaleta, mientras Paul y Sophie charlaban en la cocina. Yanga intentaba jugar con ellos. El fuego era para él fuente de magia y misterio que le embriagaba y que le transportaba a un estadio de pseudo trance que le erizaba intensa y lentamente la piel. Su relación con el fuego siempre había sido un tanto especial, se dejaba atrapar por sus brasas refulgentes y se inmiscuía en sus áridos rincones como el que se introduce en las mismas entrañas del infierno, sintiendo con fuerza su abrasador y apocalíptico abrazo de bienvenida. Una repentina lluvia de ideas le discurría velozmente ahora, mientras la bravura del fuego se encargaba de sincronizar el trance, cuando apenas empezaba a no oír a sus compañeros y terminaba por no oír tampoco los ladridos sordos de Yanga. Creía ver momento a momento toda su estancia en Inglaterra, a fogonazos, como proyectados en diapositivas sugerentes, y sentía vivos deseos de poder compartir los secretos de esa filmación con Camila, a la que tanto deseaba ver ahora. La piel se le erizaba lenta e intensamente. Camila aparecía sonriendo, aparecía proyectada en la imaginación de Zabaleta, con su ronca voz hablándole suavemente y él la sentía cerca, susurrándole, adornada por sus mejillas rojas atenuadas por el calor de las brasas, y en los labios sintiendo como si los mismos besos acalorados de ella retroalimentasen esa sensación paradisíaca. Las sensaciones se sucedían a galope y el vivo intenso de las llamas refulgía una garra embriagadora, mientras se podía escuchar su bravura, cuando el espeso rojizo de las brasas parecía simbolizar el infierno, siempre amenazante. Entonces sintió que no sentía nada, que no pensaba, que una sensación de placer divino se escurría por su sangre y que la eternidad le abrazaba de una forma embriagadoramente melosa. Ningún pensamiento le invadía ahora y su piel, completamente erizada al calor de las brasas, era su único contacto con lo externo.
Súbitamente despertó cuando Sophie entró en el salón para preguntarle si pensaba quedarse a comer. El grito de ¡Zabaleta! en la femenina voz de ella, le precipitó abruptamente a un abismo de realidad, sintiendo como si el latir de su corazón se disparase y una sensación de vacío le inundara, en el mismo instante en que se sentía secuestrado por un frío repentino turbador, sin hálito para contestar a la rubia que contemplaba al madrileño en un estado anómalo.
- ¿Estás bien? –preguntaba Sophie, acercándose a él tras comprobar que tenía los ojos abiertos.
- Sí, tranquila –contestó Zabaleta, tras unos segundos en que calló a fin de entender el estado de incertidumbre en el que se encontraba-. Estáis haciendo comida, ¿comemos todos juntos hoy? –añadió.
- Sí. Hoy comemos todos, ¿sabes que es el cumpleaños de George?
- No lo sabía ¡Qué bien! A ver si me da tiempo para comprar alguna botellita de vino, por ejemplo, para celebrarlo.
- No te preocupes –dijo ella, que le apoyó suavemente una mano en el hombro-, hay vino de sobra, español, lo ha comprado Paul.
Graham y Pepe llegaron acompañados de Agatha, quien había preparado con esmero una tarta de marihuana y grosellas para la ocasión. George llegaría más tarde, dijeron, pues se quedaría a celebrar con sus compañeros de trabajo el día en que según él celebraba el aniversario de su pérdida de virilidad. Un ambiente festivo reinaba con los matasuegras que Pepe había distribuido y ahora el sevillano los hacía sonar allá por donde se desplazaba. Zabaleta no se sentía muy sociable ese día y sí algo resentido con la figura de Pepe, quien le molestaba con ese comportamiento despreocupado, como si no hubiese pasado nada. Su estado de ánimo era ahora más estable, pero se preguntaba si no habría ninguna conspiración para amargarle su estancia en Londres, por parte de sus compañeros, pues notaba alguna rareza en sus gestos. No entendía cómo se había organizado el festín sin que nadie le hubiese comentado nada y además observaba como si entre ellos pareciesen susurrarse, sintiéndose objeto de sus cínicas miradas y de sus comentarios impertinentes. Así se sentía Zabaleta, presa de un espanto comedido, enfrente de todos esos desconocidos sentados en torno a una mesa, que pretendían aportar un ambiente familiar y disfrutar de un estofado de carne de buey con el que relamerse los dedos, en un ambiente en el que él, sin embargo, ya no se encontraba cómodo. Observaba a todos distantes: Paul, George, Graham, Sophie, Ágatha y Pepe, extraños compañeros cómplices de una intriga que él no conseguía descifrar. Había momentos en que no lograba entender sus gracias, cuando todos eclosionaban en una risotada al unísono, incomprensible y perversa. Sospechaba que pudieran reírse de él y se esforzaba en estar pendiente de todo, aunque tal situación le hiciese sentir más nervioso, hasta el punto de intentar medir todos sus movimientos, en una angustia vital que devenía en constante y que martirizaría hasta a una momia. En otros momentos no encontraba el momento de decir lo adecuado, sintiéndose fuera de lugar, asociable, queriendo huir, escapar, encontrando cierta animadversión en sus compañeros. Comprendía que el culpable de todo había sido Pepe y que seguramente cualquiera de ellos deploraría el comportamiento del sevillano, pero tampoco alcanzaba a saber si alguno de ellos le habría llamado la atención, pareciendo todos realmente cómplices con su silencio. Zabaleta buscaba complicidad en George, el único que parecía entenderle, pero no obtenía respuesta de él, pues andaba ensimismado con los movimientos de Agatha, como si hubiera llegado el momento en que se fuese a declarar ante ella, allí delante de todos.
Decidió levantarse e ir al baño. No tenía ganas de orinar, ni necesitaba nada del baño, pero allí se encontraría sólo, intentando huir de esa mesa en la que todos sus comensales se habían convertido en bestias. Nadie sintió que se ausentase, pues lo hizo suavemente, sin dirigir la mirada hacia ninguno de ellos. Tomó las escaleras y el corazón le latía abruptamente, con una respiración desacompasada, artificiosa. En el baño, todo eran espejos, en los que creía encontrar sosiego al verse reflejado. Se miraba con detenimiento, intentando comprender su estado, aunque contemplándose extraño, enajenado, con la mirada extraviada, la boca parcialmente desencajada. Las comisuras de sus labios parecían manchadas de un color ámbar y éstos se mostraban amoratados y cortados por el frío seco. Se detuvo en la contemplación y empezó a dejar de oír lo externo, comenzó un viaje hacia su interior, sólo el eco de sus pensamientos le inundaba, y éstos empezaban a evadirse lentamente, hasta apenas pensar en nada. Fue una sensación de rareza la que le invadió, como si se mirara desde fuera, entendiendo que esa cara que veía era la fortaleza que le tenía atrapado y que ahora se sentía fuera de ella. Sus ojos vistos por sus ojos. Una cara que se reflejaba, que no movía ningún músculo, que se sentía dominada, frenada. Que su cara no era su cara, que ése no era él. Y sintió como si volviese fulminantemente contra sí mismo, como si del espejo rebotara velozmente hacia ese cuerpo suyo que ahora le atrapaba, amordazándole, sin posibilidad de retorno, sintiendo el golpe -El Doctor Varela le hablaría largo tendido, años después, de la intríngulis de los viajes astrales-
Cuando salió del baño, sus músculos se habían encogido y sus movimientos eran calculados. Una sensación mezcla de terror y de gloria divina le había sobresaltado, y ni siquiera era ya capaz de gobernarse. El país de las maravillas que rondaba en su interior se esforzaba en enseñarle que en aquella casa también había un mundo de buenos y malos. Estaba claro que no debía seguir allí, que su mundo ilusorio estaba en alguna otra parte y que era ya urgente el poder descansar y volver a ser el que era. También era urgente el recapacitar sobre qué hacer a partir de ese momento. Bajó las escaleras y se encontró con un ambiente festivo en la casa, como si entre todos hubiesen decidido ponerse una careta. Y todos le cantaban a George el cumpleaños, en inglés, por supuesto, y aunque esa imagen le pareciese inocente e inocua, la revelación que acababa de tener en el baño era de un poderío mayor y no era apropiado dejarse llevar por los tentáculos de esa marabunta en la que ni siquiera una bestia confiaría. Cantó el estribillo, con una voz trémula, mientras alcanzaba la mesa. Allí estaba George, soplando en un tiempo dos velas que representaban un tres y un cero, acompañado de toda esa caterva. Zabaleta no quiso probar la tarta de Agatha; George se acercaba cada vez más a Agatha; Paul y Graham charlaban de música; Sophie repartía el postre; y Pepe se hacía el gracioso manchándose con la nata. Zabaleta se quería ir. Entonces Sophie propuso que alguien le acompañase al videoclub, a conseguir alguna película para pasar la noche. Paul se dispuso a acompañarla. Y Zabaleta creyó que no era mala la idea de salir con ellos, que el viento le aliviaría de su rigidez y que así después podría meditar, toda vez que se hubiese apartado de esa algarabía doblemente intencionada.
Marcharon bien abrigados los tres. El sol se había escondido y las luces de las farolas, que se encendían por grupos, a su paso, como sincronizadas, se fundían con un azul metálico, que tornaba a negruzco y que provenía de un cielo en el que la estampa de una luna enjuta, que parecía querer esconderse, sugería una fotografía preciosa, recordándole que tenía abandonada la cámara de fotos, para la que no la había dedicado un solo minuto en toda su estancia en Inglaterra. Unos gatos correteaban al avistarles. Paul, con su particular andar, les espantaba. Sophie hacía un gesto cariñoso a Zabaleta, animándole a seguir su paso. La verdad es que cualquiera de los dos había sido correcto y cariñoso con él en su estancia en Greenwich, así que su presencia amortiguaba su estado de ansiedad. Y sentía un alivio con haber abandonado la casa en buena compañía, aunque apenas se fiara ya de nadie.
Entraron a un videoclub al que se accedía bajando unas escaleras. Un mostrador a la izquierda, con un árabe que no se inmutaba, y varias pantallas de video, con imágenes distintas, una como de telediario; una voz que salía de algún altavoz pero en un volumen al que había que prestar atención para entenderlo; una pequeña cámara en el techo que vigilaba todos los movimientos. Paul y Sophie se entretenían en la sección de terror, mientras Zabaleta encontraba pocos títulos que llamasen su atención. Otras películas, ya las había visto; La naranja Mecánica, Alguien voló sobre el nido del cuco, El Resplandor... Grandes películas, pensaba, pero que no eran de su agrado para ese día en que sólo le preocupaba qué hacer a partir de ese mismo instante, cuando empezaba a sentirse ausente. Observó detenidamente el local. Un informador en una de las pantallas y esa cámara giratoria que se teledirigía a él con sus movimientos. El informador gesticulaba bastante; parecía como si quisiera disimular algo ante él, quien creía captarle en sus gestos, e incluso podía escucharle ahora atentamente. Zabaleta sentía que el informador quería decirle algo y se acercaba un poco más a la pantalla, la cámara se movía ligeramente. Podía entender perfectamente como el señor de traje oscuro hablaba con un deje más serio y entonces le informaba para que estuviese alerta con respecto a sus acompañantes; para que se planteara qué hacía allí, en aquella ciudad, lejos de su sitio, de su lugar. Come on, come on, decía, con una voz melódica que no dejaba de ser enérgica. La voz decía también entenderle, entenderle perfectamente. La cámara entonces buscaba otro ángulo, ahora sobre su posición, y Zabaleta comprendía en ese momento que la pantalla y la cámara estaban interconectadas, y que sus pensamientos eran el punto de enlace con el informador. Lo que él pensaba era procesado por una cámara que, adosada a un ordenador, podía comunicarse a muchas millas de distancia, con el presentador de un telediario local. Y el peligro de seguir allí, en esa casa de aficionados a la heroína y de consumidos por la desgracia, que le terminaría de esquilmar todas sus fuerzas, era presagiado por un hombre de sentimientos que desaparecía ahora de la pantalla. Una carta de ajuste ocupaba su lugar y Zabaleta miraba ahora a sus compañeros, que pretendían alquilar un vídeo musical, de un concierto de The Cult.
Cuando hubieron salido a la calle, Sophie le preguntó a Zabaleta si se encontraba bien, pues le veía algo decaído. Zabaleta le contestó que no andaba muy bien últimamente y que desde que Pepe le había robado, no había tenido más que problemas en Londres. Sophie no daba crédito a sus palabras y le dijo que no se preocupase porque si no le devolvía Pepe el dinero, entonces hablaría con sus compañeros para que tuviese que abandonar la casa. Sophie le dijo, además, que hoy estarían tranquilos, que irían a su casa, a escasos metros de donde vivían Graham y compañía. Le comentó que Pepe tenía pensado esa misma noche partir para Bristol, y que el resto disfrutaría con el vídeo que recién acababan de alquilar. También le dijo que podía quedarse a pasar unos días en su casa, si allí se encontraba mejor. Y allí les esperaban, en la puerta, Graham y George, liándose unos cigarrillos. En el interior, un calor que se agradecía les dio la bienvenida, una iluminación colorida transmitió equilibrio a la escena. Una gata blanca, siamesa, rozó su cuerpo contra la pierna de Zabaleta, en un acto puramente felino, aportándole cierta intranquilidad añadida. Observó un sillón también blanco, de piel, junto al fuego de la chimenea, en el que se acomodó. Sophie trajo unas cervezas e introdujo la cinta en el vídeo.
Allí estaba todo el grupo del cumpleaños al completo -salvo Pepe, que ya había marchado para Bristol-, frente a un monitor de televisión, acompañando a un Zabaleta que dudaba de todo y que sólo por la amabilidad de Sophie se había visto agradecido, en una tarde que invitaba a estar en casa, lejos del frío cada vez más plausible que se escurría por cualquier rincón. Zabaleta estaba cómodo en el sillón, pero la experiencia del videoclub le había dejado algo conmocionado. Ahora contemplaba el vídeo. Se trataba de un concierto en directo. Melenas rubias entre el público que ondeaban al compás de guitarras enfurecidas. La melodía se adentraba en Zabaleta. La música se reproducía en él en la misma frecuencia y con la misma garra con la que la escuchaba. Miró a Paul. Comprobó que estaba obstinadamente abducido por el vídeo. Le parecía como si Paul estuviese haciendo el mismo ejercicio mental que hacía él. Podía comprobar cómo lo que musicalizaba en su cabeza se escuchaba al mismo tiempo por el monitor. Su mente y la pantalla estaban interconectadas. Comprobó cómo lo que la cinta reproducía, realmente estaba en su mente y que él era capaz de predecir lo que luego iba a aparecer en pantalla. Hasta las imágenes estaban primeramente en sus pensamientos, había una interconexión entre su cabeza y lo que se proyectaba en el monitor, como le había ocurrido en el videoclub. Y a Paul le estaba pasando lo mismo, pensaba. La tecnología inglesa le parecía espectacular y creía a su país de origen, España, mucho más atrasado y desentendido de la innovación, intentando comprender aquello de lo que no había oído hablar nunca y que se mostraba ahora como una evidencia. ¡Había cámaras que podían leer los pensamientos! La idea le horrorizaba, su intimidad era ahora espectáculo de todos esos descerebrados, y se veía allí fruto de un espionaje mental maquiavélico proveniente de unas gentes altamente dotadas en lo tecnológico, obstinadas con tenacidad en saberlo todo sobre él, hasta abocarle en la locura más aterradora. La gata parecía ponerse nerviosa con él, al sentir a Zabaleta acelerado, a quien su corazón le latía arrítmicamente y con sobresaltos. Creía mejor abandonarse a todo campo de acción de cualquier cámara como la del videoclub. Y aprovechó el momento en que Sophie se había levantado a la cocina, para ir detrás de ella y sugerirle allí si no le importaba que trajese su mochila a casa, para quedarse unos días con ella, momentáneamente. Sophie aceptó la propuesta de forma gustosa y Zabaleta marchó a casa de George a por sus cosas.
Al llegar a la casa, sentía que era la última vez que lo hacía. Marchó hacia su habitación y allí, encima de la mochila, alguien había dejado algo. Era un sobre salpicado de sellos anglófonos. Lo abrió con cuidado de no romper el remite y encontró en su interior una preciosa instantánea de una pequeña ciudad de mar. La volteó y una letra preciosa le deslumbró. Se dio cuenta de que la firmaba Camila y entonces se inquietó. Se sentó en la cama a leerla:
Hola Zabaleta. Me encuentro disfrutando de una cervecita con Alicia, que le han quitado la escayola, pero todavía lleva una muleta. Hemos pasado buenos días aquí, pero se te ha echado de menos. El día 21 partimos en ferry desde Plymouth, pero allí estaremos desde el día 20 por la mañana. Nos hospedaremos en el Plymouth Youth Hostel, en Belmont Place, Stoke. Si puedes estar, sorpresa que nos darías. No te me quitas de la cabeza. Camila.
Y Zabaleta alocaba al pensar en la idea de reencontrarse con ella. A él tampoco se le quitaba su nombre de la cabeza. Cuando regresó a casa de Sophie, el grupo seguía allí expectante, abducido por el sonido de las guitarras eléctricas, frente al monitor. Zabaleta saludó y le preguntó a Sophie dónde podría dormir. La primera habitación después de subir las escaleras, le indicó. Entonces Zabaleta tomó ese rumbo, necesitando de un espacio donde sosegarse, advirtiendo mientras tomaba las escaleras que su mochila estaba manchada, sin saber de qué, pero aún estando húmeda en ciertas partes. Subía las escaleras con una sensación mezcla del pánico y de la paz que se vive en un sitio horroroso en el que sin embargo uno se encuentra a salvo. Arriba, enfrente del cuarto, había un baño y entonces se precipitó hacia él pensando que debía limpiar su mochila azul marina de la mancha que parecía ser roja (aunque se viera negra al mezclarse con el azul) y que Zabaleta intuía ser la misma sangre de Pepe. Probablemente el descuidado se habría inyectado esa mierda en su cuarto y habría manchado su mochila; la misma sangre del sevillano viajaba incrustada en su equipaje. En la bañera se afanó en limpiarla, lo que le resultó costoso, y cuando creyó que no conseguiría reducir la mancha más, optó por retirarse a ese cuarto que Sophie le había proporcionado.
Tumbado en la cama, la música formaba parte de su ser. Y no se le podía ir de la cabeza, por mucho que lo intentara, esa música que creía componer ahora, con su mente, con todas sus ganas. Y creía hacerlo a la perfección. En su interior, esto martirizaba su espíritu, pero él creía componer una música que, ¡claro!, estaba siendo reproducida abajo, en el salón de la casa de la misma Sophie, con todos los dantescos personajes que Zabaleta escuchaba reír arrítmicamente. Debía de haber una cámara allí, en la habitación, podría estar infiltrada bajo algún mueble de la casa. Observó con detenimiento todo lo que le rodeaba, había algo extraño encima de la puerta. Quizás fuera un raíl para que la puerta pudiera abrirse, tan típico de algunas puertas inglesas, pero intuyó que debía estar ahí la cámara. Intentaba esconderse de su alcance, aunque también pensaba que daba lo mismo, que la tecnología alcanzaba a leer los pensamientos, atravesando todo lo que encontrasen de por medio. Y se agobiaba intuyendo cómo su cabeza era vigilada de esa forma, cómo el alboroto de sus compañeros era fruto de lo que de él espiaban, cómo ningún pensamiento suyo escapaba al conocimiento de los otros. El pánico le sobrecogía; sus músculos parecían haberse dado la vuelta; apenas unas fuerzas para poder descansar. El sueño esta vez sí le llevó consigo.
Cuando despertó, tenía claro que abandonaría la casa, aunque dudaba acerca de si regresar a Madrid o marchar hacia Bristol, en busca de un dinero que no podía dar por perdido. Zabaleta recordaba haber oído de alguno de ellos cuál era la dirección exacta en la que Pepe se hospedaba y pensó en preguntarlo a sus compañeros. Se levantó de la cama, por la ventana podía ver cómo una mujer tendía la ropa, y le observaba. Abrió la puerta de la habitación para salir y en ese momento se encontró a Paul y a Graham, que subían por las escaleras con unas maneras un tanto nerviosas, con unas miradas un tanto idas. Sus ojos estaban muy abiertos, sus miradas parecían lanzas amenazantes. Fugazmente intuyó que estuviesen alterados por los efectos de la heroína, se asustó. Paul le preguntó adónde iba y Zabaleta contestó que se marchaba de allí. “Qué tonterías dices”, le contestó. Y Graham intentó agarrarle del brazo. Zabaleta se soltó bruscamente y cerró de nuevo la puerta de la habitación, entrando de nuevo en ella, él solo. Contempló a la mujer que tendía la ropa y entonces le pidió auxilio, haciéndole indicaciones de que estaba teniendo problemas en ese momento. Al otro lado de la puerta, no se oía nada. Entonces creyó oportuno abandonar la casa, en ese mismo instante, con cierta rapidez. Y abrió violentamente la puerta de la habitación, arrastrando la mochila por las escaleras, hasta alcanzar la puerta de la calle. Al salir, tomó la calle hacia la derecha.
Continuó por la misma acera hasta topar con una calle más ancha. Un hombre, de joven edad, y aspecto un tanto anómalo, corría con un chándal de vestimenta, muy ajustado, y le miraba con fijación. Apresuró su paso con la mirada puesta en localizar un taxi que le llevara a la estación de trenes. No había ninguno a esas horas tan tempranas. Decidió hacer auto-stop, bajo la atenta mirada de un joven a quien no conseguía identificar, intuyendo que probablemente los chicos de la casa le estuviesen persiguiendo. Un cincuentón al volante detenía altruistamente su vehículo e invitaba a Zabaleta a subir. Presa de pánico, le comentó al conductor, mientras se dirigían a la estación, que una gente joven le perseguía, que no había hecho nada, que era inocente, pero que andaban detrás de él porque estaban locos. El conductor prestaba atención a lo que le contaba el inquieto jovenzuelo. Llegaron a la estación de trenes de London Paddington y allí se despidieron. Su hambre era voraz y divisó una sugerente cafetería dentro de la estación. Devoró dos suculentas hamburguesas bajo la atenta mirada de un hombre, con un traje gris oscuro, que le observaba. Una pareja de policías londinenses cruzaba por enfrente de la puerta de la cafetería. Su sensación de extrañeza fue mayor cuando comprobó que también ellos le miraban. Sacó su desgastada agenda de Muhnt, que ahora había perdido viveza en su color naranja y apuntó una idea:
Ir a Bristol supone no abandonar, aun a la espera del riesgo que ello puede conllevar. Ir a Plymouth es abandonarlo todo pero poder reencontrarme con Camila, que llega mañana, y, sobre todo, conmigo mismo, cuando abandone toda esta odisea que a nada me ha conducido. Cuanto me gustaría en este momento ser aconsejado por el tío Germán, aunque no entendería nada de lo que le contara. 19/9/92
Zabaleta pensaba acerca de la decisión que más le convenía, mientras el hombre de traje gris seguía observándole. Pensó que sería mejor contárselo todo a la policía. Los dos agentes estaban ahora quietos, enfrente de la cafetería. Zabaleta fue a pagar y comprobó como le había desaparecido la riñonera, con toda su documentación y dinero. Sintió un pinchazo plúmbeo en el pecho y decidió salir de allí precipitadamente, en busca de los agentes. No estaban al alcance de su vista ahora. Decidió atravesar la puerta que daba a la calle y en la más absoluta desesperación avistó al final de un parking algo que parecía ser un furgón, o un autobús escolar, y alguien que, desde dentro, colocaba una sirena en lo alto del vehículo que irradiaba una brillante luz naranja. Zabaleta, en un estado de desquicio, se apresuró a acercarse al vehículo para entender esa señal misteriosa proveniente de quién sabe qué persona. Y en esa furgoneta, que no lograba reconocer, un hombre barrigudo le esperaba, y le brindaba la riñonera por la ventanilla, comprobando al instante que no le faltaba absolutamente nada de ella, ni siquiera el dinero. Entonces marchó, pensando que todo lo que sucedía estaba siendo conscientemente orquestado por una mano en la que poder confiar, pues todo estaba siendo armoniosamente acompasado. Veía cómo la policía llevaba bien las riendas, que simplemente habían querido comprobar su documentación de la manera menos escandalosa, por lo que entendía que no debía tomar la iniciativa, que no debía hacer nada, que debía seguir las órdenes establecidas, que el destino será el que tenga que ser. Sin embargo, a ninguno de los policías le había confesado su situación, así que decidió ir a pagar las hamburguesas que había consumido y hablar directamente con la policía. Entró en ese decrépito local, allí donde el misterioso hombre del traje gris permanecía quieto en el mismo lugar. Pagó su consumición y se dirigió a él:
- Disculpe… ¿es usted policía?
Y el hombre del traje gris señaló a los agentes, que volvían a estar en el mismo lugar. Zabaleta se acercó a ellos.
- Disculpe, estoy teniendo algún problemilla por aquí.
- ¿Qué le ocurre, señor? –preguntó el más alto.
- Verá. Un grupo de gente joven anda detrás de mí. Yo vivía en su casa. Pero ahora, no sé por qué razón, van en mi busca. Esta mañana tuve un encuentro con ellos, algo drogados, con intenciones que desconozco, pero con comportamientos violentos. Logré escapar, pero aquí, en la estación, andan varios de ellos infiltrados. Son gente joven, pueden ser peligrosos.
Zabaleta sentía sus nervios candentes y un cansancio férreo le hacía esforzarse detenidamente en cada una de las palabras que tenía que decir. El idioma, aunque también el mismo lenguaje, se convertían en un problemático obstáculo. A los agentes les costaba entenderle bien y le pidieron amablemente que les acompañase, diciéndole que podrían ayudarle. Se trasladaron en un coche de la policía a un barrio residencial cercano. Los agentes no abrieron la boca en el corto trayecto. Se dirigieron a unas casas unifamiliares cercanas a la estación y se apearon del vehículo. Los agentes llamaron por el telefonillo de una de las casas y una mujer, obesa, de pelo rizado y abultado, en bata, apareció saludando a los policías. La mujer le dijo a Zabaleta, en perfecto castellano, que era catalana y se ofreció a hacer de intérprete. Se adentraron en el hall y la señora, que no dijo su nombre, se mostró muy amable, preguntándole por lo sucedido. Zabaleta se empeñaba en mostrar a sus interlocutores el peligro que le acechaba, lleno de misteriosas confabulaciones y de irracionales suposiciones, que extrañaban a quienes lo escuchaban. Pero pusieron atención a lo que contaba y el más alto de los agentes le preguntó que adónde se dirigía. “Puede que a Bristol, puede que a Plymouth, aun no lo sé”, contestó. Los policías decidieron que Zabaleta continuase con su viaje y se despidieron de la catalana, dirigiéndose de nuevo a la estación. Ahora se sentía descargado, con la gratitud de la calma; en cierta medida protegido – el Doctor Varela le explicaría años después que era la ausencia de su padre protector la que le haría admirar, en ese momento, a unos policías a los que no acostumbraba a idolatrar-.
La estación de trenes recibía ahora con gratitud los rayos de un sol que, forastero en esa época, extraño en ese lugar, ahora brillaba en los múltiples charcos que Zabaleta intentaba no pisar. Aun no había decidido qué tren iba a tomar, pero pronto lo iba a determinar, como quien sigue los pasos de un destino que conoce marcado. Lo cierto es que su aventura de Londres no había hecho más que comenzar, aunque no volviera a pisar esta ciudad en el resto de sus días. Lo que ahora le iba a suceder acabaría por convertirse en la gran huella que iba a marcar su sino. Pero nada esperaba de ese tren que le llevaría a uno u otro lugar. Era como si una locomotora le fuera a transportar a una isla en el exilio, de la que no pudiera escapar y cuyo rumbo no pudiera dictaminar. No era el tipo de trenes que acostumbraba a tomar, pero un aliño de atención y sabiduría, ahora que había recuperado su documentación y podido hablar con la policía, era lo que más le convenía. Se dejó llevar.
4 comentarios:
Me lo guardo, junto con el primero. Lo leeré cuando esté completo ¿te importa?
Blasfui: no sé cuanto más publicaré ni siquiera cuánto más escribiré, ni siquiera si alguna vez lo terminaré. De momento me ha dado por colgar los dos primeros capítulos, que suele ser como la presentación que das a leer cuando alguien está interesado en publicarlo, por ejemplo, como la carta de presentación de la novela, pero no deja de ser un proyecto que a veces toma alas y a veces se duerme en el sopor. Entiendo que leer algo cuyo final aun no está escrito puede ser un sinsentido, por eso se puede desistir hasta el día en el que el proyecto sea una realidad. Entonces, tendrás una copia de mi parte. Te agradezco en cualquier caso tu interés. Muchos besos.
BUENAS!!
Yo ya he leido el segundo capítulo. Así q espero q tu proyecto tome alas y no se duerma en el sopor porq estoy a la espera del tercero, cuarto, quinto...Anímate y no nos abandones.
Pasadlo bien en BCN y dadlo todo, q el acontecimiento lo merece y tenéis q disfrutar por los q nos quedamos!!!Un besazo
Vic... el libro avanza y avanza, se mueve, surge, renace, no muere. Muchas gracias por tu apoyo. Por cierto... ¿hoy qué?
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