jueves, 23 de julio de 2009

MI ABUELITA NOS DIJO ADIÓS


Suenan los tambores lejanos anunciando mi final. Camino lentamente por una senda polvorienta mientras soy impelida por unos embrutecidas sanitarias. Tum tum tum, el eco se repite una y otra vez, no hay vuelta atrás. De repente, me sueltan y mi cuerpo se desvanece como un muelle. Las sábanas rugosas están calientes, pero nadie me ofrece un gesto compasivo. Por un momento, pienso que formo parte de un rito sagrado ancestral y que ofrecen mi alma a los dioses como sacrificio por los bienes recibidos. Probablemente, me corten la cabeza y la inunden en un vino que, después, beberán alegremente. Mi existencia termina aquí, en un hospital perdido de Madrid. Por fin, descubro que no he sido raptada por ninguna tribu, que ésta es la realidad. Mi vejez me ha enclaustrado en un edificio gris gobernado por fortachonas que me cambian los pañales a base de pellizcos. Mi sino ha alcanzado un lamentable estado en el que preferiría haber sido secuestrada por los indígenas. Es la misma sociedad la que me sacrifica ahora, la que me dice que ya no valgo para nada. Sé que, sin duda, llegué a ser útil, y a ser querida. Pero acabé inconsciente. De haberlo sabido, me hubiera ido antes.

martes, 7 de julio de 2009

LA HUELLA IMBORRABLE DE QUIEN DESPARECIÓ POR UNOS OJOS AZULES

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Tengo un recuerdo que no se me va de la cabeza. Es una imagen. Un niño y yo, jugando, aupados en una única bici, a la búsqueda de un tesoro desaparecido. La escena me viene nítida, aunque no distingo del todo bien los colores. Todo empezó por el Tío Román, que siempre fantaseaba con la búsqueda de un arca perdida, pequeña y brillante, expoliada en tiempos remotos y de valor incalculable. Nos hacía pasar horas investigando por los exteriores de su casa, entretenidos en nuestra heroica hazaña contra matorrales y empapados por la lluvia molesta, aunque, quizás, pienso ahora que con la intención de que le dejáramos en paz y con dedicación plena a su botella de ron. La verdad es que nos divertíamos mucho. Nunca encontrábamos nada que no fuera unas llaves perdidas o un bolso vacío.
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De aquel niño tengo muchos recuerdos; se llamaba Jesús, era el primo de mi vecina, Merce. Me acuerdo de su voz de pito, de su hermano Pablo, de lo espartano que era subir los escalones de su casa, de que siempre iba en pantalones cortos y de que le chiflaban los polos de limón. Pero mi mejor recuerdo viene del día en que encontramos el tesoro, así lo denominó mi tío. En realidad, no sabíamos lo que era. Un maletín lleno de papeles que no valían para nada, eso era lo que pensamos. El Tío Román nos dijo que no era el arca perdida, pero que, sin duda, era un tesoro en toda regla. Por lo visto, le dio para comprarse una casa en la playa. Mi tío era muy listo. De un montón de papeles y papeles, hacía unas llamadas - conocía a mucha gente-, y convertía el maletín en pasta gansa, fresca y libre de impuestos, como decía mi hermano Jaime. Yo quería ser como él de mayor. Y nunca se me olvidará la cara que puso al comprobar el contenido de esos papeles.

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Pero hay una cosa que no recuerdo. Mi amigo, ¿cómo se apellidaba?, ¿dónde podría localizarle?. En realidad, creo que no le volví a ver jamás. Todo fue por unas fotos, de una niña que nos pareció guapísima. Aparecieron en el maletín. Sus ojos azules nos cautivaron y Jesús me quitó los retratos de la mano. Me dijo: "me tengo que casar con ella".

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Esa niña se llamaba Rebeca, Rebeca Simarro. Lo supe unos años después, cuando la vi ganar un concurso de belleza por la televisión. Se me ocurrió que si la buscaba a ella, quizás podía encontrarle a él. Desde aquellas fotos no sé nada de mi amigo, le imagino ahora muy atractivo y siempre supe que conseguía lo que se proponía. Me encantaría saber de ese niño que desapareció embelesado por unos ojos azules. En algún momento, pienso si yo era incompatible en su camino, pero desapareció con aquellas fotos dejando una importante huella en mi recuerdo. Vivía con la sensación de que encontró a aquella mujer. Cuando se marchaba, me dijo, mirándome fijamente a los ojos: "recuerda, no hables de esto a nadie, eres mi mejor amigo".

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Han pasado años de aquel suceso. La verdad es que logré encontrar a Rebeca Simarro en la red. Y conseguí que contestara a mi pregunta. No conocía a ningún Jesús. Me quedé con una importante duda sabiendo que mi amigo podría estar deambulando por el centro de Madrid sin que nos reconociéramos cuando nos viésemos. Alguna mujer le habrá perdido, creo que vivía con ese sino. Esté donde esté, sé que algún día le daré un abrazo, intenso y cargado de emociones. Con él cerraré el círculo de las dudas que todavía tengo. Si me lees, recoge ya ese abrazo y espera a que nos encontremos. Los amigos de la infancia dejan una huella imborrable.