jueves, 8 de octubre de 2009

EL LABERINTO DE GUSTAVO

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Gustavo se había encerrado en un laberinto más de la vida. Atravesaba pasillos de paredes acristaladas que todavía le permitían ver lo que le rodeaba por fuera. Tomaba una y otra dirección sin ser consciente de por qué lo hacía. Comprendía que aquella parcela de su vida se caracterizaba por la comodidad y la rutina, y todavía podía ver que, fuera de aquel laberinto, la vida transcurría alegremente y con sobresaltos. Se consideró atascado. Deambuló unos días más por aquellos caminos tristes que no conducían a ninguna parte, consciente de que no se veía en ningún lugar concreto de cuantos se mostraban tras el cristal. Era como visionar una película en la que no había papel para él. Las paredes de aquel recinto se enmohecían y se oscurecían; escondían y mimetizaban lo que se encontraba detrás; el laberinto se convertía en una ilusión y sus calles se iluminaban esforzándose en ofrecerse como una sugerente elección. La noche invadía el exterior y la luz penetraba en el interior de aquel sinsentido, como el mendrugo de pan que le ofrecen al reo para hacer llevadera su estancia en la celda, quien se esfuerza por resignarse a la dureza de la condena.
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Entonces, se dio cuenta de que el laberinto poseía una connotación carcelaria y decidió limpiar los cristales mugrientos. Se imaginó fuera de aquellos muros, pasando frío, teniendo sueño, sintiéndose solo. Pensó que encontraría una manta para atraer el calor, un camastro para dar rienda a sus sueños y una pizca de humanidad que se convirtiera en su más fiel compañera. Decidió romper el cristal y abandonarse a la soledad. Su caminar, ahora, era más seguro. Y el recinto abandonado, desde fuera, se mostraba como un laberinto limitado, estrecho, circunscrito. La libertad le cogía de la mano y le llevaba a dar una vuelta. Ya no se sentía solo. Comprendía que, sin duda, había acertado.

viernes, 2 de octubre de 2009

AMORES IMPOSIBLES


Una mañana de agosto me levanté con una extraña sensación. Después de desayunar, lo primero que hice fue encender el ordenador y abrir el correo. Ocho mensajes nuevos. Ofertas publicitarias, boletines informativos, también chorradas que me envía una amiga y... un correo inesperado, de remitente desconocido. ¿Será un virus?, pienso. En el asunto: ¿Me recibes?. Remitente: una tal Mónica Lagos. Ni idea. Los virus, pienso, suelen venir en correos sugerentes. Y éste, desde luego, que lo era. La curiosidad puede a mi responsabilidad por la seguridad. Sé que mis archivos importantes los almaceno en un disco duro externo y que, a las malas, serán necesarias dos horas de formateo, así que no dudo en abrirlo. He ahí mi sorpresa, leyendo con atención y curiosidad, alucinando cuando me doy cuenta de quién es esa Mónica Lagos. No puedo entenderlo, no me lo puedo creer. Continúo leyendo. Al terminar, releo otra vez. No quiero saber que mi desayuno matutino también ha sido objeto de un sueño febril. Lo de pellizcarme, no suelo hacerlo, no vaya a ser que siga siendo fruto de Morfeo. Sólo con que el pensamiento discurra por mi cabeza, sé que todo lo que leo es tan real como la vida misma.
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Cuando apenas tenía seis años, mi padre, que era comercial de electrodomésticos, marchó a Alemania en uno de sus viajes de negocios. Corría el año 1984. Después de un tiempo, le preguntaba a mi madre por qué tardaba tanto en volver. Nunca me daba una respuesta convincente. Fueron meses, luego años. Finalmente, la eternidad. Nunca volví a saber de él. Mi madre, menos. Yo no tenía hermanos. Crecí con mi madre y con mi abuela. Y me casé; con Dioslinda. Ahora, recibo un correo dominical. Lo entiendo todo. Mi padre conoció a una murciana afincada en Offenburg y recién divorciada. Tuvieron tres hijas; de 21, 18 y 12 años de edad. Mónica es la mayor. Dice que desea verme con la mayor prontitud. La contesto citándola en la Puerta del Sol, una tarde de jueves en la que la luna llena se dejaba ver anticipando la noche.
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Me enamoré nada más verla. ¿Ésa era mi hermana?, pensé. Me saludó efusivamente. Me agarró de la mano y la acompañé a una cafetería próxima. Las dos horas de charla dulce se convirtieron en un revulsivo para los momentos de desconcierto que habían marcado mis últimos días. Su voz transparente y sus movimientos acompasados, la seguridad en sus emociones y la fascinación con la que adornaba sus comentarios se convirtieron en una punzada a mi corazón herido. Me habló muy bien de mi padre, también de nuestras hermanas, y hasta de sus sentimientos más íntimos. Lo que desconocía es que se trataba de la mujer más bella que había visto jamás. Pensé que era mala suerte el que fuera mi hermana y no una cualquiera, para poder abordarla con la entrega de mi pasión. Dejé que mis sentimientos no me traicionasen y continué escuchándola. Al finalizar, me dijo: "Es una pena. Me gustas un montón. Es una pena que seamos hermanos". Entonces la besé, incondicionalmente, con descaro. Ella se dejó llevar por mi entrega. Nos agrarramos de las manos y nos confesamos nuestras devociones. Al salir del café, me dijo que se tenía que ir, que me llamaría. Hoy, a primeros de octubre, todavía sigo oliendo el perfume que dejó en mi jersey.