miércoles, 16 de septiembre de 2009

SECUESTRADO POR LA VIDA EFÍMERA EN UNA HABITACIÓN AZUL

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Gustavo pasaba largas horas releyendo novelas llevadas al cine, para sentarse luego frente a la pantalla al sabor del mate y del picoteo de cualquier cosa, hasta aprenderse los diálogos completos. Dejaba que el tiempo fluyese hasta un destino inconcreto y carente de matices, apenas consciente de que había sufrido una severa derrota en la vida y de que sólo el tiempo ocioso y difuso le conduciría a un equilibrio, vigoroso, que le permitiese abandonar ese estado incierto.



Eran momentos en que el tiempo no existía y en que ninguno de sus actos tenía un sentido concreto o coherente. El nihilismo le había secuestrado en su habitación azul como un tormento que le hubiera dejado una expresión triste, ausente, incluso extraviada. La soledad se había convertido en el único refugio seguro para sus cábalas contrariadas y su estado anímico se extinguía al amparo de un sofá cómodo sobre el que se acurrucaba imbuído por sus sueños, los que todavía, ahora, no podía llevar a cabo. Se agarraba a las citas de los grandes maestros y se imaginaba partícipe de sus proezas.



Comprendía que se había transformado en un paciente de la vida, aquél que padeciese una vida en vez de estar viviéndola, aquél que terminaba por flagelarse con los desatinos y con las manías de los otros en una lectura incesante, mientras el camino propio adquiría una forma irregular y centrípeta, como si la misma vida le hubiese secuestrado en una habitación azul.


Sólo había una forma de sobornar a su secuestradora: escapar de aquella pasividad agotadora, aunar todas las fuerzas y lanzarse al mundo decidido, como un pájaro cuando busca un nuevo nido. Antes de que Lauren Bacall cayese rendida a los pies del formidable Bogart en El Sueño Eterno, decidió apagar el dvd y lanzarse a la jungla asfáltica. Los sueños tenían que materializarse. Decidió que aquel día sería el principio de otra nueva película.

jueves, 10 de septiembre de 2009

ÁFRICA: AMOR Y MÚSICA QUE SE HACE ESPERAR

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Tomando café, uno de mis compañeros de la Facul me relató su viaje al Congo. Me habló de los caminos perdidos de tierra y polvo, de las miradas inocentes en los rostros que delatan las experiencias más duras, de los escenarios de muerte y desolación, pero también de amor profundo, que llenan impunemente las calles; me transmitió el valor distinto que tiene el concepto del tiempo, el cual, incluso, muchas veces parece como si no existiese; también me habló del magnetismo que alcanza la música, que a todos hace iguales, de las vastas praderas en las que todos los animales, indefensos, se exponen a diario al peligro, de los niños de edad indefinida y ojos brillantes cuyas sonrisas tiernas te animan a que te acerques a ellos, de la humanidad que se respira en torno a las hogueras nocturnas, en donde la gente se une más, si cabe, agarrándose las manos y cantando al unísono, de los colores con los que se pintan los cielos al atardecer, y hasta del caos organizado que reina en cualquier parte. Pero, sobre todo, enfatizó sobre los dos motivos que le aferraron a aquella tierra, los que le mantuvieron en una sintonía constante con el mundo, ausente de toda incoherencia propia del lugar del que procedía; el amor y la música.


Me contó que un día, cuando llegó a una extensa explanada en la que una multitud se encontraba bajo la luna resplandeciente, comprobó que la música alegre hermanaba y creaba lazos cariñosos entre ellos, les emparentaba, les demostraba que estaban vivos... cayó en la cuenta de que la capacidad de amar era la fuerza que les hacía a todos iguales. Me contó que si algo caracterizaba al continente africano, por encima de todas las cosas, era la humanidad.



Así que pensé en los millones y millones de africanos que, olvidados por Occidente, habían decidido vivir en una armonía desinteresada en la que el ritmo y la melodía te brindaban el corazón para que te quedaras con ellos eternamente y te desentendieras de todos los caprichos y sinsentidos por los que otros sacrificaban sus vidas. Pensé que si algo importaba, por encima de todo lo demás, era vivir en sintonía con el mundo, sentirse vivo, alegre... vivir la vida..., Pensé que sería de majaretas madrugar y madrugar para pagar una hipoteca y ni siquiera tener tiempo de disfrutar la casa. Pensé, además, que la vida estaba en la calle, en el contacto con los demás, con el aire puro... la filosofía de encerrarnos en nuestro nido familiar era descabalada. Vivir para trabajar era de psiquiátrico. Con mis pensamientos al ralentí, nos despedimos al salir del café, y continué calle abajo.



Al entrar en el metro para irme a casa, tropecé con un vendedor de La Farola, aparentemente africano. Le pregunté de dónde era, del Congo me dijo. Gasté los diez euros que me quedaban en periódicos que luego repartí a los que pasaban. Me acompañó, subió a mi casa. Su presencia aportó un toque de magia a mi hogar. No dejó de hablarme de lugares que desconocía, me contó los cuentos, historias y leyendas más fascinantes que jamás había oído. Mi cámara de fotos sigue ahí, en su sitio, esperando que algún día la lleve conmigo. África sigue esperando.