sábado, 31 de mayo de 2008

PROYECTO ZABALETA: EL PRIMER CAPÍTULO.



CAPÍTULO I: PLYMOUTH



Imagínate que te da por escribir cómo te está yendo el día de hoy, lo que sientes, lo que temes, lo que te preocupa. Y te pones a ello y analizas qué te viene constantemente por la cabeza, como un aguijón punzante y pertinaz, repetitivo y voraz, para darle una explicación a tu vida, para encontrarla un sentido, para disfrutar con el viaje que los nuevos caminos puedan aportarte. Valorarás qué te mueve en la actualidad de un lado para otro, qué te zarandea en todas las direcciones, qué te mueve hacia el lado oscuro, qué es lo que quieres y nunca tienes, qué es lo que siempre crees imposible y no cuesta tanto tener. Imagínate que empiezas a escribir tu día, lo que hoy te rodea, lo que ahora te acecha, lo que permanentemente te asusta y, de pronto, con el relato, te redescubres a ti mismo, encuentras un sentido a tu existencia y empiezan a surgir otros relatos que terminan por plasmar toda tu vida en las páginas que ahora tienes delante, llegando con su final a la plenitud que deseas con tanto anhelo. Imagínatelo. Así eran las ideas, tal cual y como se le sucedían a Zabaleta en su pensar. Unas páginas en blanco, una inquietud vital y necesaria, unidas a unos deseos ansiosos de encontrar una vía de escape a tanto asunto; todo ello conformaba el inicio de esta historia.

Un día de primeros de octubre de 2006, Zabaleta se enfrentaba a esta labor. Hacía tiempo que había abandonado sus escritos autobiográficos y ahora se disponía a escribir sin saber sobre qué.

El día es un claro día otoñal, chaqueta en mano, tras un verano de calor asfixiante con un veranillo que hace honor al nombre de mi padre y que, siempre esperado, es la antesala del frío más seco que ahora se avecina y que envuelve las calles de mi querida Madrid, vieja ciudad que me abrigó desde la infancia y en la que he discurrido a la par que buena parte de la vida ha discurrido conmigo. Sin embargo, un sol radiante me hace ser positivo. Mi vieja amiga Dulce me ha dicho que el día de hoy no es especialmente bueno para los sagitarios, según el tarot que ella consulta y a través del cual ella ha hecho que yo adquiriese la credibilidad en unos astros que no habían podido antaño con mi escepticismo. A pesar de ello, me siento optimista. Que me haya llamado hoy Dulce ha sido casualidad, pues suelo ser yo quien la llama en días como hoy, de fuerte intensidad emotiva, en los que gozo reencontrándome conmigo mismo y haciéndome preguntas vitales sobre lo que me acontece. Pero hoy he sido yo quien ha decidido no contárselo a nadie más que al futuro lector que por mis palabras se zambulla, pues cierto es que la carencia que obtienes por encerrarte en tus elucubraciones puede ser suplida con unas horas de escritura. Siendo este el día de hoy, despejemos aquello que me pulula.

Zabaleta comenzaba su relato con ánimo de encontrar un sosiego y, sin embargo, si acaso se acaloró más, pues sentía un tintineo martirizante cada vez que en varios momentos le venía el nombre de Camila a la cabeza. En realidad ella era una perfecta combinación de la persona a la que realmente había amado pero también de quien le había inducido a conocer los rincones más aciagos del amor, abocándole en una completa indiferencia. Así lo había meditado en repetidas ocasiones, pero su perenne inconformismo, innato a él, no era más que el causante de ese peculiar estilo de vida sobre el que se había confiado y que entendía a ésta como un particular viaje lleno de sendas e islas inesperadas por las que se adentraría uno a través de pasajes marítimos o ferroviarios que no son más que los apegos a los que en la vida uno se aferra, siempre con la ilusión de encontrar el paraíso terrenal o humano al que confinar todo el amor por la vida. Zabaleta, inmerso ahora en la pesadumbre, era ante todo un ser profusamente optimista, y estaba completamente convencido de que su isla no era la anhelada, aunque también de que la venta de billetes se había cerrado y de que prefería conformarse con una relajante meditación y un aliño de sabiduría con el fin de encontrar un sitio adecuado en el status quo que le tocaba vivir, enmarcado dentro de un paraje ambiguo y ciertamente desconocido. Porque no había nada más que pudiese desconcertar a Zabaleta que la dualidad de las personas. Camila era todo antítesis; transparente y oscura, yin y yang, todo y nada. Pero, ¿quién era nuestra otra protagonista, a los ojos de Zabaleta, siniestra y exaltadora?







Para hablar de ella, nos remontamos al comienzo del verano de 1992, cuando el tío Germán, que desde siempre había sido el tío más generoso de Zabaleta y éste su sobrino predilecto, le proponía la aventura de un viaje a Inglaterra, a la Universidad de Londres, a hacer un postgrado que su economía paterna nunca le había permitido. “Hijo… -le dijo, llamándole como acostumbraba, y mientras se atusaba su puntiaguda perilla-, es hora de hacer algo realmente bueno por ti. A tu padre le hubiera encantado esto que ahora puedo hacer. Ay, ¡qué será de él en la rendición de sus pecados!”.

El tío Germán era un hombre adusto, de complexión fornida y amante de interminables lecturas de visigodos y sátrapas que le tenían embriagado y ausente la mayor parte del día. Acostumbraba a lucir en su pelaje espeso, a pesar de su avanzada edad, un sombrero de copa que alargaba la figura de su tez y que le ofrecía un aspecto más siniestro, si cabía. Decía ser un amante del buen vino y no gustaba de relacionarse con la muchedumbre, pues decía que desde que su mujer, la tía Pilita, había fallecido, aquél con quien se encontraba venía a darle un pésame fariseo y ya, de paso, le predicaba con sus zanganerías. No hacía ni un año de lo de la tía y había optado por enfrascarse en su cómodo piso de la calle Arturo Soria, entretenido, decía, con sus irrenunciables partidas de ajedrez por correo.

Pero ahora el tío se abría en opulencia para con su sobrino y le ofrecía tal posibilidad de enriquecer su vida. Zabaleta, que había terminado sus estudios de Sociología por la Universidad Complutense en el año 1990, no había encontrado ningún trabajo digno, por supuesto ninguno relacionado con lo que había estudiado, por lo que se tomaba con cierta ilusión el pasar uno o dos años fuera para volver con mejores miras, o quién sabe qué iba a pasar. Su madre, la señora Amanda, temerosa, pero optimista, veía con agrado la marcha de su hijo. Por ello, no tenía más que elogios para su hermano, el Tío Germán, quien desde el balcón notaba como una lágrima, ya seca, le cosquilleaba en la mejilla, en el momento en que Zabaleta cerraba su vetusta mochila y se despedía con las dos manos desde la acera contraria, en la misma calle Tribulete de Lavapiés, el barrio en el que había correteado desde pequeño. A la Señora Amanda también se le escapaba una lágrima, un infinitesimal océano de tristeza. El sol, meloso, coronaba la escena y Zabaleta fotografió con su vieja Minolta ese instante que bien reflejaba lo que tanto pudiera añorar después.







En el mismo instante, a cuatrocientos kilómetros al norte en el mismo meridiano, en la elegante y grisácea Santander, el calabobos daba paso a un repentino torrencial. Camila contemplaba la furia de las gotas contra el cristal de la ventana, mientras charlaba con su amiga Alicia por teléfono. Planificaban los últimos detalles del viaje que emprenderían al día siguiente.

- Ya, ya, Alicia, ya te entiendo –le decía Camila.
- No lo entiendes, a mí Carlos me gusta, más de lo que te crees. Y no voy a decirle eso. ¿Qué se va a pensar?
- Eres una rajada, tía.
- No te hago ni caso, bla, bla, bla –decía Alicia.
- Pero es que siempre vas a estar igual. A mí luego no me lo cuentes. No quiero saber nada.
- Bueno, el caso es que nos vamos, ¿no?
- Y volveremos nuevas.
- Y ya veremos lo que pasa.


Camila era una joven de veinticinco años, de largo pelo oscuro, facciones regulares y una nariz chata en una cara redonda que le aportaba un tono de dulzura, aun con lo grave de su voz. Trabajaba en el negocio de perfumes de su padre desde los dieciséis años y disponía ahora de un tiempo vacacional con su amiga Alicia. Su pelo era brillante y se escurría por sus mejillas con suavidad, como si las acariciase y sus ojos poseían una potente energía y un brillo que le confería un aspecto un tanto infantil. Sonreía con asiduidad. Había decidido disfrutar con su amiga de una estancia en una pequeña ciudad del suroeste de la gran isla británica, llamada Penzance, cansada tras mucho tiempo sin haber podido irse a ningún lugar de vacaciones. Las dos eran amigas desde la adolescencia, cuando salían juntas los fines de semana y se dispersaban por todas las fiestas que organizaban los del instituto. Creían que ligarían más saliendo juntas porque sus preferencias eran diametralmente opuestas. Alicia solía preferir chicos intelectuales, pequeños genios poco atractivos a la vista de sus compañeras, chicos que le deslumbraran con su ingenio, mancebos que no estuvieran siempre lamiendo la estela de mujeres rubias y pechugonas. Camila era el polo opuesto; prefería romances con galanes de la vida, amaba la estética y no gozaba con las peroratas que le amargaban algún que otro affaire, era directa en sus relaciones sexuales y, en general, pocas cosas la amedrentaban; su sencillez la dominaba.


Quizás por esta razón y porque desde que empezaron a frecuentar los mismos ambientes y entablaron amistad, la conexión que las unió las dejó una gran huella, nunca tuvieron discusiones importantes. Probablemente a Camila no le convencía del todo la timidez que Alicia demostraba en los momentos más cruciales y quizás, recíprocamente, de Camila no gustase su indiferencia ante lo complejo y lo enigmático; su falta de curiosidad. Pero a ambas las unía una complicidad que estaba en la cumbre de sus escalas de valores. Y, sobre todo, las dos valoraban esa oportunidad de poder satisfacer la carencia amistosa que un afanoso invierno y una interminable estación de lluvias había creado en ellas. La posibilidad de compartir un mes entero en la tranquilidad absoluta, en casa de una amiga que vivía en ese pueblo británico, alejada del mundanal ruido de la especulación urbanística, en torno a un pequeño puerto de mar, donde había decidido ser mamá junto a un escritor escocés jubilado, quien a su vez había decidido dejar de escribir para dedicarle todo su tiempo a su hijo, era a todas luces fantástica. A su casa, que se cimentaba sobre un acantilado, debajo del cual yacía amarrado un pequeño barco de vela, se dirigirían Camila y Alicia al día siguiente.

Alicia era una mujer de pequeña estatura, tez muy clara y nariz respingona bajo una mirada que se empeñaba siempre en mostrarse fiel. Cuando sonreía, lo hacía también con el perfil de sus ojos. Éstos eran de color castaño y pequeños. Unas cuantas pecas en su rostro le conferían un aspecto un tanto divertido y su voz transmitía sinceridad. Estaba ciertamente ilusionada imaginando el momento de decir adiós a Santander y se reía con los comentarios de Camila.

El mismo día en que el ferry partía, la lluvia era intermitente en Santander y la espera en el puerto era de un trasiego exagerado de público que se agolpaba en las ventanillas, o en el café que parecía una cantina de campaña, y por cualquier pasillo de los que no escapaban a su mirada. Alicia hojeaba una revista del corazón sentada en uno de los disputados bancos del puerto. Miraba al reloj constantemente. Observó una cabina de teléfonos al final de un pasillo. Por megafonía avisaban de su barco.

No acostumbraba Camila a llegar tarde a sus compromisos, pero aquella mañana la lluvia había engendrado una maraña ruidosa de coches en el Paseo de Pereda. Se encontraba pensando en lo irritada que pudiera estar Alicia en su espera, mientras dirigía su mirada extraviada hacia un semáforo en rojo, que parecía no mutar nunca de color. La lluvia era incesante, la radio del taxi reverberaba una monótona voz con un deje de aburrido monólogo del día a día de la política nacional y el taxímetro corría velozmente. El viento parecía querer silbar con furia. Miró su reloj. Ya debería estar embarcando. El semáforo tornó a verde y la marea de carrocerías se dejó deslizar suavemente, mientras el hombre del tiempo anunciaba por el transistor cambios en el pronóstico, lo cual no importaba, pensó, pues ahora los amaneceres serían en otro país, aunque fuera éste tan húmedo como lo que ella había acostumbrado a vivir cada día, desde pequeña. El taxi se detuvo ante una marquesina en la que había varios niños esperando a un autobús que había aguardado con sigilo la larga espera en el Paseo, entonces se apaciguó con sus miradas cándidas. Se dejó llevar siendo cómplice de la tierna escena. Cuando el taxi se detuvo, Camila dejó como propina el cambio, para no perder más tiempo. El taxista, que no había abierto la boca en el trayecto, asintió con una mirada serena. Corría y andaba, alternamente, abriéndose paso entre la multitud, mientras su maleta ruidosa y con ruedas parecía que la persiguiese.

Allí estaba Alicia, sentada en un banco junto a la cafetería, con una mirada ambigua, pero tranquila. Vio a su amiga llegar apresurada y entonces le dijo, con voz melosa:

- ¡No corras!... Leíste mal que el barco salía a las diez. Sale a las doce. Han anunciado por megafonía que el barco no zarpará hasta dentro de dos horas, así que ni salimos todavía, ni tampoco nos podemos mover lejos. Mira la cola de embarque.

Y señaló una estrecha fila india que serpenteaba por toda la sala.

- ¡Cómo estás tan guapa, por cierto! –añadió-.

Y en ese momento, la sonrisa de Alicia, que era de lo más tierno, invitaba a Camila a disculparse.

- Perdona, Ali… no veas el atascazo que se ha formado ahí fuera. El día no promete aquí, pero nosotras ya nos vamos… ¡Qué guay! ¡Tenía unas ganas de que llegara este momento! –Camila entonaba el final de la frase-.
- Venga, tomemos un café y charlemos… Tengo una sorpresa para ti -y Alicia agarraba suavemente del brazo a su mejor amiga, con entusiasmo.

El café estaba abarrotado, sus ventanales empapados y había un extraño olor mezcla de café y sudor húmedo. El aliento se evaporaba y por el ambiente circulaba una especie de neblina o de vaho. Pudieron encontrar una mesa al fondo, que a la sazón estaba siendo desocupada por una familia entera. Un camarero con una bayeta y seis vasos en una mano y el índice de su otra señalándolas, pasó por su mesa. Camila le pidió cortésmente un café corto de café en taza y con sacarina. Alicia, con un gesto dubitativo, miró a Camila. “Lo mismo”, sonrió. Alegres y exhaustas ellas, ante el nirvana que les advenía por poder estar tanto tiempo a solas, además de poder disfrutar del verano como hacía mucho que no habían podido ninguna de las dos, se reían ahora a carcajadas cuando veían las fotos que traía Alicia, las de sus menudencias tras caretas y disfraces que se habían autofabricado para el último cumpleaños de Alicia.

- Mira, ¿ese no es Carlos? –comentaba Alicia. Y Camila soltaba una risotada que avivaba el decrépito ambiente.
- ¡Qué bueno!, es Carlos, que yo creo iba puestísimo ese día y… mírale, hablando con un cuadro –Camila no paraba de reírse.
- Ya, pero es que ese cuadro es la imagen de mi abuelo, el militar –decía Alicia- y ahí el majareta éste estaba llamándole a la guerra, porque decía que tenía poderes y que podía luchar con quien osara, en aras de crear la paz. ¿Te acuerdas?
- ¡Qué loco estaba!... Por cierto, que Ruth no volvió a saber nada de él, ¿no? –preguntó Camila.
- ¡Cuánto lo sentirá!
- ¿Quién?

Y Camila soltaba una carcajada con chispa. Se sentían hartas de felicidad las dos, mientras apuraban sus vasos de café, con el reiterativo megáfono de fondo avisando a los pasajeros para ir acercándose a la puerta de embarque.

- No dejes propina -le dijo Alicia.
- ¿Por? -preguntó Camila, con aire de extrañeza, pero con convicción en lo que decía su amiga.
- Porque no ha parado de mirarme el grotesco y sudoroso camarero de la bayeta. Coge tus cosas, y vamos, anda.

La multitud se apiñaba para despedir a los viajeros que se congregaban para subir por una escalinata, después de las cuales unas escaleras les conducirían al colosal ferry rumbo a Gran Bretaña; dotado de varias piscinas, restaurantes, casinos…, comodidades de las que ambas amigas habían vivido ajenas en otros viajes a bordo, pues nunca se habían remontado por una travesía marítima de tanta duración. Durante las veinticuatro horas que iban a compartir surcando el oleaje del Mar Cantábrico primero, y del Canal de la Mancha después, habían imaginado hacer uso de todas estas instalaciones. Sin embargo, pronto iban a olvidar esas ganas, pues alguien las iba amenizar con otros avatares.







Zabaleta compró el último ejemplar de El País en el quiosco de la estación de la Continental Auto, en el intercambiador de la madrileña calle Alenza. La venta de un billete de avión a Londres había sido tarea imposible por una huelga de pilotos, pero el viaje en ferry, desde Santander a Plymouth, le parecía una experiencia apetecible. El trayecto en autobús hasta Santander iba a ser cansino, pero pudieron hacer provisión de vituallas en Lerma, a medio camino del recorrido. Allí, en una concurrida cafetería anexa a una gasolinera, Zabaleta devoraba un sándwich mientras se entretenía con los pormenores del desarrollo de la Guerra del Golfo, imaginándose el revuelo que debiera existir al sur del paralelo 32, cuando existían órdenes militares estadounidenses de derribar todo lo que sobrevolara esa amplia zona. Veía en esta Guerra un auténtico duelo por la hegemonía del petróleo. Y entonces se preguntaba por el momento en que llegara la lucha por el agua. Alguna vez había oído que el calentamiento global podría tener efectos contraproducentes en la disponibilidad y distribución del agua en el planeta. Había venido todo el viaje reflexionando sobre esta y otras noticias pesimistas sobre el futuro de la Tierra. También recordaba la amenaza que le había comentado su primo Ernesto, que estudiaba Ciencias Biológicas en Barcelona, acerca de unos moluscos, llamados mejillón cebra y mejillón tigre, que, provenientes de los Mares Negro y Caspio, y a través de los canales de navegación interfluviales, podían causar problemas de obstrucción de desagües y tuberías y hasta de obturación de centrales nucleares, debido a una voluptuosa fecundación de hasta cuarenta mil huevas por puesta. Zabaleta gustaba de poder relacionar unos aspectos con otros, cuando en una primera percepción parecían ser casuales. Más creía él en la causalidad y que el azar no era más que parte de la estadística. También algunas pequeñas noticias como las que le llegaban por boca de su primo eran del agrado de su pulsión lectora o simplemente curiosa, además de lo que gozaba después comentando con sus amigos del barrio esas anécdotas que pocos habían oído. A Zabaleta le gustaba contar historias. Por eso había comprado el día anterior una llamativa agenda naranja con una estampa del Beso, de Muhnt, porque quería hacer acopio de todo lo que le pareciese merecedor de chisme al regreso a su barrio de Lavapiés, que era el barrio donde él se había criado, imaginando de antemano lo entusiasmados que estarían sus amigos de pandilla, que desde que eran párvulos gozaban con las sinuosidades que la vida le iba deparando, escuchando lo que él mismo les contaba.

Zabaleta arribó en Santander en la noche del veintiocho de agosto de 1992. Buscó una pensión que estuviese cerca a pie del puerto. Y encontró una en la Calle Peña Herbosa. Ofrecía un aspecto un tanto lúgubre, pero la amabilidad de la encargada y el cansancio acumulado le ofrecieron un grato descanso, que se desarrolló una vez hubo terminado de leer El Proceso, de Kafka, cuyo final siempre se le había atragantado y cuya lectura suponía un reto para él. Un viejo despertador le transportó al día en que iba a comenzar su periplo, se levantó con energía y tardó poco en rehacer su mochila, que con tanto mimo había preparado la misma noche antes de partir.

Un reloj en lo alto de la estación portuaria marcaba las nueve horas y cuarenta y cinco minutos. A las doce, zarparía el ferry. Había tiempo, pensó, para darse un buen desayuno en el bar. Un camarero con una bayeta en la mano y cinco vasos en la otra, le hizo un ademán con la cabeza y Zabaleta le replicó que quería un desayuno completo. El único hueco que quedaba estaba en la barra, junto a un hombre de aspecto sibilino y traje oscuro que gozaba haciendo círculos de humo con su enorme puro. El olor a tabaco le revolvió las tripas, pero pronto gozaba con su tostada recién hecha, cuando vio entrar a una chica a la que vio hermosa, acompañada de otra que no lo era tanto, mientras centraba su atención en la boca perfecta de la que era más alta, que a la sazón, se movía sensualmente mientras el camarero aguardaba con ellas. Trenzó un par de pensamientos intentando descubrir a quién le recordaba tanto, y mientras rememoró algún que otro romance del pasado, le llegó a su pensar la imagen de Iria, la que había sido su compañera durante dos años, cuando los dos tenían veinte. Sí, le recordaba en la boca, pero también en la atención que prestaba cuando su interlocutora hablaba, en la mirada. Podía ser ella diez años después, pero pronto le vino a la mente la pequeña estatura de Iria, y no le quedó más que pensar que aquella era la consumación o la perfección de alguien a quien realmente había amado y que, ahora, incluso más guapa, se levantaba de la silla, riéndose. Zabaleta se cercioró de que su taza de café estaba vacía y pidió la cuenta. Su voz provocó que Camila se fijase en él.

A las doce y diez minutos del veintinueve de agosto de 1992, la lluvia había cesado y el majestuoso ferry que cubría el trayecto entre Santander y Plymouth creaba una contorneada silueta en la superficie marina en la que un sol trémulo se proyectaba en destellos hacia las oscuras gafas de sol de Zabaleta, que partía tanto con la ilusión de quien emprende un viaje como con los temores propios de quien no sabe cuánto durará. Santander iba quedando a lo lejos, España detrás. Fantaseaba con la idea de salir del país en el que siempre había vivido para no volver nunca más y la idea le agradaba. Se dispuso a hacer una introspección por la proa y se acomodó respaldado en una barandilla, desde la que se dedicó a contemplar a todo el que transitaba por la cubierta. Niños correteando por los pasillos, alguna pareja enamorada mirándose con ternura, algún que otro jubilado. Se reacomodó en el respaldo, de espaldas al mar, y comprobó con el olfato como una pareja de mochileros, al más viejo estilo hippie, inhalaba marihuana en una pipa, que a lo lejos distinguió del modelo Billiard, idéntica de la que su amiga Dulce le había hecho regalo años antes, cuando fruto de su desmedido tabaquismo, había decidido fumar hachís y marihuana al calor de una pipa de bolsillo, resignándose al único vicio que le quedaba de consuelo a tantas adicciones repetidamente abandonadas. Creía que fumando en pipa, y sin tabaco, al menos sus pulmones estarían libres de la nicotina, sin abandonarse al placer que el componente químico llamado THC le producía para los momentos que él llamaba “especiales”. Así que se percató rápidamente de la presencia de los mochileros.

- ¿Habláis español? -preguntó tímidamente Zabaleta cuando se acercó a ellos.
- Por supuesto -contestó el chico melenudo, con un acento más que extranjero, como si necesitase de un diccionario cerca para poder seguir hablando.
- Me llamo Ramón, pero todo el mundo me llama Zabaleta, mucho gusto.


La joven pareja sonrió al unísono y el melenudo, que dijo llamarse Derek, le tendió la mano. Ella repitió el gesto y dijo llamarse Helen. Pronto comprendieron que era más comunicativo hablar en inglés y Zabaleta les preguntó, observando que él llevaba un pentagrama tatuado en el cuello, si creían en los astros, preguntándoles por sus horóscopos. Derek dijo que por supuesto creía en los astros, pues afirmaba la existencia de energías en el Universo y de fuerzas que se atraían y se repelían, como la que ejercía la Luna sobre las mareas o sobre la fecundidad. Dijo ser Cáncer y ella Tauro. Y entonces cayó en la cuenta de que estaban reunidos tres de los cuatro elementos del tarot, aunque finalmente él no se identificase como sagitario, nacido el primer día de diciembre, de 1963. Pensaba que ese trío que formaba con sus recientes amistades podría dar buenos frutos y Derek, con una parsimonia deliberada, le ofreció la pipa amablemente. Acabaron sentados en torno a un bote amarrado a estribor, sobre el que el sol, que parecía querer mantenerse, les acariciaba agradablemente, charlando acerca de lo que creían como grandes cuestiones de la vida. Se sumergieron en una conversación sobre ateísmo y budismo, cuando Derek comprobó que su mechero no tenía gas. Zabaleta había observado como su camarada se obcecaba en intentar reiteradamente y sin éxito encender su mechero, pero fue Helen quien se dispuso a localizar a alguien que les pudiera sacar del aprieto. La chica observó que no había nadie a la vista, salvo un anciano que ayudaba a un chicuelo a vomitar en una bolsa, así que decidió darse un garbeo.

En aquel preciso momento, el despertar de una emoción muy gratificante iba a suceder en Zabaleta, pues de pronto iba a tener enfrente esa boca y esa mirada que le habían torturado en imágenes platónicas desde que había desayunado en ese café siniestro de la estación portuaria. Helen apareció acompañada de dos chicas simpáticas que les brindaban su mechero a cambio de ser invitadas a entrar en los ensueños de su pipa recalentada. Y allí estaba Zabaleta, enfrente de Camila, guapa y atractiva, esa mujer a la que tanto iba a amar, a la par que abocarle en la más completa pesadumbre. Desde ese momento, las vidas de ambos se dirigirían sobre el traqueteo de un tren compartido.






Zabaleta recordó ese momento en un instante en que quedó desconcertado. Por tercera vez había escrito el nombre de Camila en esas páginas en blanco en las que intentaba plasmar su vida. Por un momento, se sintió abatido, como si no pudiera seguir creyendo en lo que hacía, pensó en que pudiera estar sintiendo lo que en aquella experiencia negativa tras haberse psicoanalizado en el pasado. Sintió algo de angustia, por lo que abandonó el propósito, quedando un tanto absorto, esperando quizás alguna señal que le animase a otra labor, pues aun temía esa desidia que le había acompañado en los últimos días, alternados de subidas y bajadas emocionales, días en los que veía futuro, a colación de otros en los que no creía ser nadie, como hoy. La señal no le llegó de ninguna parte, pero se levantó del sofá, encendió el televisor y se fue a la habitación, donde estaba el teléfono. Llamó a su amiga Dulce, nadie lo cogió. Decidió enviarle un mensaje por el móvil.

Dulce. Toy en ksa, kerria salir a dar una vuelta. Si t aptc, dame un tok. Muaks

Encendió su viejo aparato de música, desde el que sonó el Karma Police, de Radiohead. Ya no entraba ninguna luz en el salón, ni siquiera la de las farolas de la calle, que hoy no se habían encendido. Y meditó. Lo hizo para sí mismo. Sólo él sabe lo que pudo pensar, pero, al momento, quedó ecuánime y su mirada, que no se fijaba en nada concreto, enterneció. Decidió levantarse. En la mesa estaban esos folios medio empezados. Cogió un bolígrafo y escribió:


Creo haberme equivocado mucho, pero también creo que la razón conduce al camino que hay que tomar y cuando la razón no te brinda ninguno, es entonces cuando los sentimientos se precipitan e intentan mostrarse fuertes. Es en ese momento cuando uno ve la claridad y su ánimo se apacigua. Surgen fuerzas internas y otras, externas, se alían contigo y te conducen por la senda que te conviene. Un sentimiento abrupto me dice que he de elegir ya. Que la vida se consume. Que este es el momento. Creo que debo contárselo a Dulce.


Una señal del móvil le avisó de que había recibido un mensaje. ¡Es ella!, pensó. Era Dulce, le invitaba a una cena en su casa, a la noche siguiente, con su amigo Julio. Por un momento creyó que no podría hablar de esto en esa cena, aunque estuviera él, aun con la atención que éste pusiera en lo que contara. Y pensó en él, en el amigo de Dulce desde tanto tiempo atrás, aquél que conoció en una disparatada fiesta, hace ya tantos años. Desde entonces, Julio había deambulado bajo la estela de Dulce, aun cuando sus vidas parecían tomar caminos distintos. Zabaleta sabía muchas cosas de él, pues casi siempre que había estado con ella, Julio, de una u otra manera, había estado presente. Zabaleta cayó dormido. Presa de un cansancio emocional intenso, ese día soñó.

A la mañana siguiente, el despertar de una manotada de agua fría en su aciago cuarto de baño, le transportó al sueño que había tenido esa noche. Por un momento, que pareció más largo, Zabaleta recordó con precisión el devenir de ese sueño. Y consiguió moldearlo y observarlo con precisión, intentando entender su significado. Recordó una llamada de teléfono. Una voz asexuada le decía que no se fuera nunca de Madrid y que nunca le podría decir quién era. Frente al receptor telefónico, todo era un cuarto de espejos, únicamente con una mesilla y el teléfono. Cuando Zabaleta hablaba, todos los Zabaletas, que se multiplicaban espejados, escuchaban atónitos, esperando una respuesta. Él no encontraba explicación a tanto yo multiplicado, ni lograba entender quién era el que podía hablarle, aunque pensó en que fuera su conciencia. Había oído sobre esto y también sobre los espejos, pero ya eran varios los años en que no visitaba a su psicoanalista, el Doctor Varela, quien disfrutaba dotando a lo onírico de racionalidad. Y sabía que el psicoanálisis no le daba siempre la respuesta adecuada. Así que se miró en el espejo y comprobó que era él, que no estaba fuera de juicio. Abrió al máximo los ojos y prosiguió afeitándose, le vino a la cabeza Plymouth, pero cuando hubo de quitarse la espuma, abandonó sus pensamientos y se marchó a trabajar, con ciertas prisas y con sensaciones contrariadas.









El último domingo de agosto de 1992 amaneció un tanto nublado en Plymouth, pero sin ánimo de lloviznar. El cielo hacía daño en los ojos si se le miraba, pues era blanco en extremo. La actividad del puerto era la de un día de fin de semana como otro cualquiera. No había tanta gente como en Santander; el tumulto se soportaba. Pero era momento de despedirse de Derek, de Helen, de Alicia y, sobre todo, de Camila. El viaje en ferry desde Santander había concluido con éxito y bajo una climatología agradable, pero aún no había concluido su periplo. Le esperaba otro trayecto, hasta recaer en Londres, por lo que intentaba demorar el momento de quedarse sólo, consigo mismo. Pidió apuntar el teléfono de cada una de las nuevas amistades en un papel, para que en poco tiempo todos acabasen sabiendo de los otros. Hasta el número de Camila era el más bonito, lleno de capicúas y sencillo de recordar. Pero sabía que llamaría a todos los teléfonos, porque hacía tiempo que no había disfrutado con una compañía como la que los cinco decían haber saboreado en los distintos recodos del ferry. En torno a una mesa redonda ahora, Alicia decía no soportar las despedidas y Camila añadía que a ella también se le moría algo en el alma cuando un amigo se iba.

Durante las más de veinte horas en que Zabaleta había podido contemplar la belleza de Camila, ésta creía haber encontrado un amigo en él. Y fueron intensas las conversaciones que mantuvieron en el ferry, casi siempre acerca de antiguas relaciones amorosas y, en todo momento, comulgando sobre la difícil tarea de encontrar a la persona amada. Helen y Alicia se habían hecho íntimas amigas, y Derek se había convertido en el lazo de unión de todos, una vez reafirmado en el grupo su carácter profusamente optimista y tremendamente despreocupado. En todo momento habían permanecido juntos los cinco, combatiendo, unos más que otros, contra los tentáculos del sueño, pero auxiliados por una cafetera que les despachaba sin descanso.

Derek y Helen se habían conocido en un concierto en una casa ocupada de Oostkamp, a las afueras de Brujas, en la que malvivía Derek desde que, tras años de acalorados contratiempos con la figura de su padre, con el que decía no compartir absolutamente nada, y en el momento en que falleció su madre, de la que conservaba el más grato recuerdo, decidió abandonar su hogar y encontrar un hueco, gracias a unos cuantos amigos suyos que habían sido pioneros en la usurpación. Vivían allí de forma totalmente autogestionada, gracias a los conciertos de punk rock que se organizaban todos los fines de semana. En uno de ellos, un viernes de enero, un grupo suizo, bajo el nombre de Rebut, hacía una perfecta conjugación de estridencia y de algarabía. Y Derek, que colaboraba en la barra vendiendo cervezas calientes, terminó por intimar con Helen, de quien le habían dicho que era prima del bajista del grupo. Desde aquella noche de absenta y desmesura, Helen decidió no retornar a Berna, con su primo. Y siguieron otras noches de libertad desmedida, de emociones intensas distintas de las que Helen había experimentado en su fría ciudad, al abrigo ahora de los musculosos brazos de Derek, quien gozaba con la gracia de la pelirroja.

Derek y Helen, que no habían conseguido separarse ningún día desde ese viernes de enero, continuaban marcha rumbo a Edimburgo, donde visitarían a unos amigos belgas que vivían en la ciudad. Y se despedían de Plymouth y de sus nuevas amistades españolas al estilo de ellos, dándose un par de besos y estrechando fuertemente las manos. Finalmente se abrían paso entre viajeros que iban y venían. Quedaron los tres con cierta tristeza contemplando a la pareja de enamorados desaparecer entre la multitud y entonces Zabaleta propuso acompañar a las santanderinas para que tomasen un taxi. Cuando llegaron a la parada, contemplaron cómo el grifo de gentes con maletas era superior a la capacidad de los vehículos, y, aunque eran presas de un sueño ya agotador, él propuso hacer una despedida en un pub cercano para brindar por los últimos momentos, y desde allí llamar a un taxi por radio. Camila no lo dudó, y aunque Alicia sí lo hizo, exclamó “¡Perfecto!”.

Abandonaron el recinto portuario con sus respectivos carritos y maletas, sin llamar la atención de ningún vigilante. El cemento que pisaban alternaba suelo firme con raíles de tranvías por los que se adentraban las cargas en el puerto y, de pronto, súbitamente, Alicia bramó con virulencia, pues un tacón de su bota se había obturado en un raíl y el dolor le hacía lamentarse. “Ay, ay”, sollozaba. Zabaleta le ayudó a que se sentara y Camila le quitó la bota y el calcetín.

- Un esguince – apuntó Zabaleta.
- ¡Cómo me duele! –exclamaba Alicia, manifestando mucho dolor.
- Ay pobre, y ahora qué, vaya lo que nos ha tenido que pasar…-se lamentaba Camila.
- No nos preocupemos –propuso Zabaleta-. Ahora mismo llamaremos a una ambulancia. Esperarme aquí a que vuelva.

Y Zabaleta marchó apurado, mientras ellas quedaban en una acera, como si hubieran sido abandonadas, inmersas de pesadumbre. Veinte minutos transcurrieron desde que se marchó, cuando Camila observó que una ambulancia se dirigía hacia ellos. De ella se apeaba el madrileño, acompañado de una pareja de enfermeros. Camila se alegró al verles y de inmediato, después de que los amables sanitarios comprobaran que el español tenía razón, que se trataba de un esguince, probablemente de tipo uno, los enfermeros retornaron a la ambulancia y regresaron con una parihuela para que Alicia se recostase en ella. Abandonaron los carritos y cogieron sus equipajes para acomodarse en la parte trasera de la ambulancia, cuando la sirena comenzaba a reverberar violentamente. Por vez primera, Camila y Zabaleta pisarían juntos un hospital.

En un control que había al final de un pasillo del hospital, Alicia pudo continuar su camino en la camilla, mientras Zabaleta y Camila eran invitados a permanecer en una sala contigua, a la espera de ser llamados. Tres personas aguardaban allí, en un habitáculo de paredes color menta apagada y algún que otro cartel acusado por el tiempo. Allí descansaba cierto sosiego, en comparación con el trasiego de enfermos que se agolpaban en el pasillo. No era esa la imagen que Zabaleta imaginara de un hospital público inglés, pero lo cierto es que las enfermeras y enfermeros se apresuraban yendo de un lado para otro, víctimas quizás de una mañana de sábado infortunada, por lo que agradecieron poder acomodarse en unas poco confortables butacas de plástico. El momento era de una espera entretenida, pues había mucho que susurrarse entre la joven pareja, dicho sea de paso, bajo la extraña mirada de una madre un tanto hosca y una hija algo quejicosa, que parecían comentar, no sin cierto descaro, algún que otro comportamiento de la pareja española.

- ¿Te das cuenta cómo nos miran?- dijo sonriente Zabaleta.
- Ya –continuó Camila-, parece como si con nosotros descubrieran algo, ¿verdad?
- Quizás estén jugando a adivinar nuestros nombres o nuestras profesiones o a pronosticar si somos novios o no y desde hace cuánto.
- Es verdad. Pero y ellas… ¿son hijas?
- ¿No lo notas, Camila? Míralas.
- Ya… ¿verdad que la nariz y los ojos no podían ser de otros abuelos? –preguntó tiernamente Camila-.
- Ya ves –y volvió a sonreír Zabaleta-. Pero,… ¿y ellas?, ¿cómo se llamarán?, ¿a qué se dedicarán?
- La madre se llama Marie y la hija Evelyn –pronosticó Camila, con cierto aire de seguridad-. La joven está divorciada de un obeso alcohólico que la humillaba y, desde que vive con su madre viuda, ambas se han reencontrado y ahora la hija llora casi todos los días. Ella le consuela, apenas escuchándola.

Zabaleta se rió. Y madre e hija se levantaron de inmediato, cuando una bella enfermera se acercó para invitar a los familiares del Señor Smith a que le acompañasen. Ahora se reían los dos y elevaban el tono de la voz, cuando un señor inglés entraba en la sala y tomaba plaza en una de las butacas, para a continuación abrir un periódico enorme. El apuesto señor inglés pasaba hoja en el periódico y una gran foto de la princesa Lady Di presidía la atenta mirada de Zabaleta, quien le preguntaba entonces a Camila si gustaba de tener una monarquía en España. Ella le contestaba que era alimentar y llenar de boato, sin ningún atractivo especial, a una familia entera, generación tras generación, y a los de un linaje muy extendido pues, decía, pocos eran los reyes que hubieran tenido pocos hermanos y pocos primos, y muchos los que habían sido unos zánganos. Otros habían hecho resplandecer el terror allá donde reinasen y quizás los de ahora, continuó, fuesen los más éticos o correctos, en apariencia. Zabaleta quedó pensativo y preguntó a Camila por qué había utilizado ella la palabra “apariencia”. Y contestó que por nada en especial, aunque Zabaleta entonces recurriera a un viejo chisme que le había hecho saber Julio, el amigo de Dulce, años atrás, sobre el ambiente homosexual por el que se comentaba que el joven Príncipe de Asturias frecuentaba, rumoreándose que Don Felipe de Borbón y Borbón, heredero de la Corona, se dejaba ver por una casa, sita en la madrileña Puerta del Sol, en la que su imagen pública se dejaba llevar por sus pulsiones más intimas. También su propia amiga Dulce había oído decir de una amiga suya que había visto al Rey, al monarca Juan Carlos I, abandonar el palacio con un casco que dificultaba a quien intentara reconocerle, sobre una moto, bajo la noche, él solo. Zabaleta recordó estos chismes, mientras Camila le escuchaba algo incrédula y le observaba plácidamente, gustando de escuchar su voz.

Permanecieron cerca de tres horas charlando, matando el gusanillo con unos sándwiches de máquina que les parecieron riquísimos, cuando la bella enfermera preguntaba por los familiares de Alicia. Le acompañaron por varios pasillos y se adentraron en una sala donde, en una cama, sentada, estaba Alicia, con su pierna izquierda escayolada hasta la rodilla.

- Hombre… -dijo Alicia-, por fin creo que nos podemos ir. ¿Cómo está mi pareja preferida?
- Bien, Ali… ¿Cómo está tu pierna? -replicó Camila.
- No me duele apenas, pero creo que va a ser para tiempo lo de la escayola.
- ¿Cuánto te han dicho? -volvió a preguntar Camila-.
- Tres semanas de momento, pero, ¡mira!, ésas son mis muletas –y Alicia las señalaba con el dedo índice.
- Será conveniente que empecemos a pensar en volver a España –añadió algo seria Camila, y con cierto aire de resignación.
- ¡Ni hablar! –exclamó Alicia-. Con esas muletas me moveré por Penzance y con esas muletas volveré a Santander. ¿O es que no vas a querer acompañar a una pobre cojita que lleva muletas?

Camila se rió. “Haremos lo que tú quieras, guapa”, dijo sonriente. Y ayudó a Alicia a alcanzar las muletas. Zabaleta había permanecido escuchando, contemplativo del difícil estado en que se encontraban sus amigas. Un enfermero se acercó a ellos y les dio una copia del informe. Zabaleta lo echó un ojo, apenas se entendía nada. ¡Qué más da!, pensó, ya no tenían más que hacer allí, así que decidieron abandonar el hospital.

La luz del sol se adentraba entre las nubes como la de los faros marítimos en la oscuridad, a fogonazos. Olía a patatas fritas y a humedad y corría una brisa agradable. El hambre hacía mella en los estómagos de quienes llevaban tantas horas sin dormir. Juntos los tres, se dispusieron a entrar en un local de comida rápida que divisó Zabaleta en la acera contraria. Allí se acomodaron, en una mesa arrinconada desde la que se podía contemplar a los viandantes tras la vidriera. Comieron unas generosas hamburguesas vegetales y lucharon febrilmente contra un sueño que cada vez se mostraba más incisivo, mientras charlaban, ahora de sus respectivos trabajos en la ciudad. Camila ayudó a su amiga a levantarse cuándo le indicó que quería ir al baño, aunque le dijo que no hacía falta que le acompañase.

Zabaleta y Camila quedaron allí sentados, solos los dos, mirándose a los ojos, saboreando el rezumar de ese instante placentero, sin que ninguno pareciese querer decir nada. Se miraron fijamente con descaro, durante unos segundos, y la mirada de ella penetró tibia en su conciencia. Sintió una especie de cosquilleo y le agarró la mano al tiempo que ella colaboraba apretándola suavemente, como queriendo decir algo con sus dedos. Sintió deseos de besarla y comprobó cómo los ojos de ella se cerraban, despreocupándose de todo. Se dejó llevar por el impulso natural y un escalofriante azote en la oscuridad de los ojos cerrados se produjo, dejando al madrileño embobado por el aroma y el tacto de su pelo, saboreando ese instante placentero en el que besaba a Camila como deseándola con vehemencia, apretando suavemente con las yemas de sus dedos su delgada y escultural nuca. Esos tres segundos dejarían una imborrable huella en su recuerdo, no escapando nada en detalle a su memoria mientras fuese consciente del incuestionable paso del tiempo. Probablemente fuese ése el momento en que los dos creyesen haberse enamorado, desconociendo el desenlace posterior, ignorando que sus vidas se habían embarcado en otro pasaje rumbo a otra estación de la vida, gozando con el vaivén del trayecto y ofreciendo generosos todos sus sentimientos.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

me alegro de que publiques la novela en tu blog pues es una pasada y para tus atisberos que len tu blog seguro que se enganchan capitulo a capitulo como yo lo e hecho,espero abismo que lo publiques todo pues tu escribir es magnifico y para mi esta historia es apasionante adelante abismo regalanos tu don como haces siempre y sigue escribiendo.agur
lagunero

Blasfuemia dijo...

Como veo que es una novela, creo que voy a guardar el texto e ir imprimiendo poco a poco (los textos largos prefiero seguir leyéndolos a la antigua usanza...)..

Gracias por compartir.

Luna Carmesi dijo...

Ah... Hago lo mismo, me lo selecciono y hago un bonito pdf!!!

:-D

Luna Carmesi dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Anónimo dijo...

Regresaré con comentarios sobre este primer capítulos...

Saludos y un abrazo... :-P

Abismo Ínfimo dijo...

Lagunero: sin tus elogios ni tus palabras hubiera podido continuar escribiendo, cuando en su día fuiste mi primer lector. Te mando un fuerte abrazo desde la cercanía que nos une.

Blasfuemia: te pasa como a mí, donde esté el papel... Gracias por disfrutar lo que comparto.

Luna: ya me dirás tu opinión. Para mí, el plato fuerte viene con el segundo capítulo, que pronto publicaré.

Karen: mu bien, te espero.

Besos agradecidos tras unos días en los que he estado algo distanciado del blog, que os echaba de menos.

Anónimo dijo...

Más, más, más!!!!Y el sigte capítulo?...Yo tb me lo imprimiré para leerlo donde quiera y así poder sumar a una buena lectura un buen sitio.
Entra en www.bubok.es, es una editorial on line y tiene muy buena pinta.
Otra cosa! El Pais Semanal anima a sus lectores a publicar sus microrelatos para este verano, tema libre, no más de 120 palabras y un solo texto por autor. Enviadlos a elpaissemanalcartas@elpais.es

Un basazo!!!

Abismo Ínfimo dijo...

Vic... ¿Victoria?. En la editorial online entraré. Lo del País lo he intentado buscar en la página de El País y en Google sin éxito. Yo no sé si es que todavía no me había espabilado, lo volveré a intentar, te lo digo por si tienes por ahí el link. Besote y un millón de gracias por la ayuda.

Cyllan dijo...

Wuas, esto es una novela en seriooo? Haré lo que todos, mejor la edito, la imprimo y la leo en papel :)

Abismo Ínfimo dijo...

Cyllan: pues ya me contarás. Besos.

Maribel dijo...

Si es el esbozo de una novela yo opino que no deberías ponerlo aquí en un blog. Entre otras cosas porque es demasiado bueno y te pueden copiar.